20.6.06

"Tirar la toalla" - Felipe - 14-06-2006

A Marta Gutiérrez A.

Cuando le conocí Enric Vilalta vivía en Poblenou, un barrio industrial de Barcelona y nos veíamos única y exclusivamente para hablar de boxeo. Por entonces trabajaba como soplador de vidrio en un lugar para turistas situado entre las callejuelas del “Poble Espanyol”, en Montjüic. Tenía 23 años y el corazón de un guerrero antiguo. Me trataba con el respeto debido a los mayores de edad aunque en mi caso sólo hubiera cumplido los 28, y lo que me fascinó de él, desde el principio, fue su madurez personal y aquella fortaleza física extraordinaria. Si hubiera sido más alto le habrían llamado Hércules, pero como no pasaría del uno sesenta y pocos, en la Avda. Icaria le conocían como “Erculito” (Sin hache, no sé por qué). La primera vez que le oí hablar decía cosas tan sorprendentes como esta: “La capacidad de lucha va unida a la cualidad personal para la resistencia frente a la adversidad”. Y como entre el auditorio del garito clandestino donde entrenaba no había mucha gente capaz de entender aquello añadió: “Los que crecen entre algodones son blandos para la vida y no saben encarar con éxito los riesgos de vivir por cuenta propia. Son caguetas y tan pronto aparecen dificultades serias arrojan la toalla, se rinden, se dan por vencidos. Claudican”. Eran muchos adjetivos juntos, pensé, y me acoplé a sus tertulias en los descansos, entre un tiento y el siguiente. Les entrenaba un tipo apodado Lalo, hombre mayor, leñoso, con la cara partida, la nariz aboyada y un mal talante del carajo. “En sus tiempos -dijo Enric- fue un boxeador profesional de cierto renombre. Dicen que peleó contra el campeón de los pesados, Paulino Uzcudum y salió tan mal parado que hubo de abandonar las cuerdas”. Aquellos jóvenes atletas se sentían dentro de algo llamado “Cantera”; unos locos del ring que entrenaban a diario, hacían guantes y esperaban ilusionados a que el mafiosillo de turno les incluyera en una pelea ilegal donde verlos zurrase la badana. A los que destacaban les tomaban un poco más en serio y les daban unos combates de tanteo antes de federarlos. Enric vivía preso de esa ilusión. Entre las cuerdas se movía como un bailarín, una destreza natural lo acompañaba y en su mirada se veía la luz fría de una mente poderosa. Después comentaba satisfecho la jugada y decía cosas así: “No siempre tirar la toalla tiene connotaciones negativas. Si el enemigo o la adversidad supera nuestras fuerzas, lo más inteligente es reservarse y recobrar el aliento con objeto de ir a la lucha en otra ocasión. Ser barrido en una contienda desigual no dice de la valentía sino de la estupidez. En el Ring, como en la vida, puede darse el caso de tener que vérselas con un oponente colosal; de ahí que una buena estrategia sea enfrentarse al adversario con el mejor juego de piernas, la cintura necesaria para esquivar los golpes demoledores y el estado de forma que te permita encajar los crochet a la mandíbula sin quedar noqueado. A veces resistir es dar por perdidos combates que, por una o muchas razones, no podemos ganar”. Me sorprendía porque era como escuchar a uno de Filosofía y Letras. Pensaba que tirar la toalla es un acto sagrado de libertad personal y decía: “La pelea, amigo mío, es un compromiso a dos bandas: con la victoria y con la dignidad. El derecho a rendirse debe estar garantizado”. Al entrenador le llamaban “el mister”, como en el fútbol, y una vez en el cuadrilátero era como Dios. A mí me disgustaba: me parecía un tipo feo por dentro y por fuera. Como todo el mundo sabe, en el boxeo quien tira la toalla no es el púgil, que se halla enfrascado en la lucha, sino su entrenador. Lo vi todo, entre un publico escaso de ojeadores y amiguetes yo estuve allí aquella noche y no entiendo por qué a Lalo se le fue la olla y quiso arriesgar más de la cuenta para que el mafiosillo de turno viera su juego de piernas, su magia personal, sus cualidades innatas. Ya habían pensado que “Erculito” (sin hache) iba a ser un apodo formidable para la prensa. Resultó una pelea durísima, bestial, y Enric quedó, para el resto de sus días, en una silla de ruedas. Mientras su corazón guerrero se adaptaba pasó algún tiempo obsesionado con tirar la toalla.