30.5.05

"De la soledad y otras hierbas" - Felipe - 30/05/2005

Enseñar a perdonar es bueno, pero enseñar a no ofender sería más eficiente”. El hombre dijo eso porque junto a nosotros pasó una madre regañando al hijo por rencoroso. La frase me pareció antológica y me fijé en él. Salíamos del invierno así que aún llevaba puesta ropa de cierto abrigo. Tenía buen aspecto y aquel empaque próximo al prestigio, vestía de calidad, iba aseado y le puse en una horquilla de edad entre los 80 y los 85. A esa hora de la mañana dominguera, ambos nos sentábamos al sol en un banco pétreo del parque donde siempre que puedo saco a mi perro para que se relacione y corretee. Mientras tanto leo, paseo o me solazo tranquilo como ese día. Le dije: una frase excelente, amigo. Él sonrió y dijo haberla oído referir respecto de un psicólogo argentino, cuyo nombre había volado de su cabeza. “A veces, dijo como en un monólogo, tengo la sensación de recordar cosas que no han ocurrido y que esas cosas, que no fueron, suplantan a las verdaderas... que, por alguna razón, la mente esconde”. Fue como oírme a mí mismo y le presté atención. Le entiendo, dije yo, y comparto su inquietud. Escribo y a veces me cuesta deslindar lo que fue de lo que inventé. En ese momento él me vio por primera vez. “La creación, dijo entrando en la conversación, encubre un temor invencible, el miedo de la vida a la soledad... porque... el regreso a la soledad es la vuelta a Casa, a la gran casa de la nada: nuestro hábitat natural. Lo escribí en un artículo para la prensa con el título: "De la soledad y otras hierbas". Allí conté que el niño viene directamente de la nada, es decir de la soledad a la que antes o después volvemos. Entre la primera y la última soledad, somos. Si lo piensa verá que la humanidad se origina socializando la nada, pues antes que nada, nada somos”. Me estremecieron esas palabra porque fueron dirigidas por una mirada conocida: los ojos de mi padre poco antes de fallecer. El sol zurraba lo suyo pero la conversación, sin embargo, se puso interesante. En un alarde filosófico el anciano decía: “El universo es energía y soledad; para nosotros, conciencia del origen y del fin, es decir, de la angustia por saber que la nada lo es todo, como bien saben los poetas. Cualquier trascendencia no es más que miedo a reconocer lo que sabemos. «No soy más que mis actos», decía Sartre, no soy más que mi soledad, creo yo, y a veces el miedo a no querer reconocerme. Puedo tener conciencia del otro, socializarme, porque todos somos lo mismo. Ahora no soy yo sino Heidegger”. Y yo dije, lo sé. Habló y habló durante un buen rato y en su discurso me sorprendió un fondo de tranquila alegría inundándolo todo. Como si hubiera comprendido lo esencial y el resto importara menos. Incluso la soledad tenía para él un valor diferente; le llamó, “esa oscuridad luminosa”. Me fui pero pasé el resto del domingo comiéndome el coco. Tarde, casi sobre las once de la noche, volví al parque con el objeto de sacar al perro y dar el último paseo. De lejos, mientras bajaba la Avenida Carlos de Haya le vi y me dio un vuelco el corazón. Estaba sentado en el mismo banco y su postura me hizo intuir que algo no iba bien. ¿Qué pasa? Dije acercándome. Se había quedado dormido y mi voz le despertó. Al principio le costó reconocerme. Luego dijo: “¡Ah, el escritor! Me dormí pensando que no regresaría”. ¿No ha vuelto a casa? Pregunté, “No, dijo él, aunque le cueste creerlo no sé salir de aquí. Puede que haya una casa en alguna parte... pero no sé donde”. Lo peor de todo fue que no llevaba documentación ni recordaba su nombre. Poco después una dotación de La Guardia Urbana de Málaga se hizo cargo. Les recibió contento y tan pronto le dieron la menor oportunidad se puso a comerle el tarro a uno de los polis, hablándole del "Ser y la Nada", de Jean Paul Sartre. Me tranquilizó su alegría y pensé en aquella frase de Hemingway: "La gente buena, si se piensa un poco en ello, ha sido siempre gente alegre".

Un saludo y hasta el corazón de la semana que viene.

PD.

Desgraciadamente este hombre tenía más edad de la que supuse y aunque la Guardia Urbana lo llevó al Hospital enseguida, para un chequeo rutinario, murió aquella misma noche. Al final dieron con su nombre y familia gracias al artículo escrito para un periódico de tirada nacional. el diagnótico fue un ICTUS que debió empezar esa misma mañana en el parque y acabó siendo masivo en la madrugada siguiente. Me consuela el que le vi feliz de volver a la nada, según él nuestro hábitat natural.

27.5.05

"Un casting en el corazón" - Felipe Gámez - 23-05-2005

Me espera pero rehúso ir, llamarla. Reconozco que pienso poco en ella y que coincidimos en esos sueños de la madrugada donde la noche y yo alcanzamos la máxima espesura. Sospecho que se hace la encontradiza (en los sueños): “hola, pasaba por aquí...” y yo, sin saber por qué le doy largas: !estoy ocupadísimo chica! Lo siento. Te llamaré, lo haré, no te preocupes... Mi actitud esquiva le duele, también me duele a mí pero no puedo decirle que no iré a verla ni la llamaré... por el momento. Sin embargo tengo mala conciencia y (en el sueño) hago como que no me importa su decepción ensombreciéndole el rostro. Apenas la conozco, sé lo poco que me ha contado las pocas veces que nos hemos visto. La tengo por una mujer pasada de los cuarenta pero con mucho potencial. Lo del potencial le gustó y dijo: ¿...entonces puedo albergar esperanzas? Me hice el sueco, luego pidió una descripción rápida y yo dije: veo un rostro benigno y mucha desilusión dibujando historias interminables. Ella sonrió y dijo: ¿como puedes saber todo eso? Y yo dije: ¡me lo acabo de inventar! Fue una mañana tras pasar por en el baratillo de Huelin donde se compró un conjunto de falda y suéter que realzaba sus encantos. Estás muy guapa, le dije. Ella respondió sincerándose: “Me vine a Málaga para estar cerca de ti –dijo–. Alquilé una habitación sencilla en calle Comedias y la morriña no me da un minuto de sosiego. Lo dejé todo: familia, trabajo, amor...” Me dio un apuro oírla decir esas cosas... si no recuerdo mal dije: esperas demasiado de mí. Odio hacerla sufrir, aunque lo hago a pesar de todo, porque mis sentimientos van y vienen como el tiempo. ¿Qué debo hacer para que me tengas en cuenta? Preguntó no hace mucho y yo dije: nada, no hagas nada, no te metas en nada; deja que haga las cosas a mi manera... existe un modus operandi... Lloró, naturalmente. Estuvo un rato callada y luego preguntó: ¿comprendes mi ansiedad, verdad? No es como pedir trabajo. Lo sé, dije yo y no conté lo que estaba pensando porque habría llorado aún más y una mujer que llora me produce un escozor insoportable. Pero lo que pensaba es que debía enamorarme, así de sencillo y escueto, ¡enamorarme! ¡Flipar en colores, perder la cabeza!, porque para mi el amor es básico, necesario, ¡imprescindible! Era una tarde fría de éste último invierno y ella iba envuelta como en una nube de lana. Caminábamos por calle carretería cuando volvió a la carga: "...¿y si sólo te intereso un poquito, si no doy la talla, si me pierdo por el camino...? No soy una vedette y no puedo competir con las que van de estrella por la vida". Su cara, atractiva, quiero decir nada corriente, mostró la inquietud que le molía por dentro. No te inquietes y sé tú misma, sé lo que eres por dentro y por fuera. Tienes más méritos de los que te concedes. Esa noche, cenando en el vegetariano de Plaza de la Merced, se lo dije. Te arriesgaste demasiado. Sola en Málaga, malviviendo en un cuchitril. Sin familia, sin trabajo, sin dinero... Esto es como un casting en el corazón. ¿Qué quieres que te diga? "Di que me incluirás en la novela que estás escribiendo", dijo ella. ¿Por qué te interesa tanto? Un personaje de ficción no tiene empeño. Se enfadó: "¿De ficción? ¿Qué quieres decir? Soy real". No, no lo eres, dije yo. "Demuéstralo", insistió ella. ¿Cual es tu nombre? Pregunté despacio. Ella dudó. "No lo sé", dijo al rato. No tienes nombre, aún no pensé en ello... no sé qué hacer contigo. Dije con el mejor tono posible. Me miró con sus ojos llenos de historias y preguntó: "¿Qué es ser real? Desde el momento en que me han incluido en este texto ¡soy real!" Tenía razón pero aún podía escurrir el bulto: De acuerdo, eres real, pero no existes. "¿Seguro? Dijo ella levantándose. Vivo aquí al lado, sola. Espero que un escritor me de un papel en su próxima novela y te aseguro que esta noche me inventaré un nombre". La vi marchar decidida, segura de su realidad y pensé: tiene razón, se merece el papel.
Un saludo y hasta el corazón de la semana que viene.

18.5.05

"Aquel plus de belleza" - Felipe Gámez - 16/05/2005

Un puente largo camino de Cascais y de improviso aquel viaje giró para tomar otros rumbos: el domingo desperté en una cama blanda del, Hostal La española, en un pueblo perdido del Alentejo, Assunção. Desperté porque las campanas de una iglesia cercana empezaron a tañer como veinte minutos antes de las ocho de la mañana y al abrir los ojos, en un lugar que no viene al caso, me di de bruces con la pregunta: ¿qué hago aquí?. El buen tiempo me empujó a salir de Málaga, a dejar Sevilla colgada del retrovisor, a pasar de largo Extremadura y a cruzar la frontera con Portugal sobre las once de la mañana. Paré a tomar café y poner combustible en una estación angosta, como de un tiempo ido, a la entrada de un pueblo tendido sobre una comarcal de segundo o tercer orden. Un hombre de mediana edad, con un mono verde, llenaba el tanque y preguntaba si iba de paso o pensaba quedarme. Todo es posible, dije yo. ¿Qué hay aquí? Depende de lo que usted busque, dijo él. Luego pasó al bar, cargó la cafetera, y mientras la máquina hacía gorgoritos dije: incluso cuando no buscamos nada buscamos algo. El tipo me sirvió un café negro, largo y dijo: entiendo. En apariencia Assunção es pobre... llegué hace veinte años, recién casado y sin nada que perder. Hoy tengo la gasolinera, el bar y un hostal con poco tránsito que regenta mi mujer. En realidad nada, si a poco de llegar ella no hubiera descubierto... ¡la poesía! ¡Ah, para mi la poesía son palabras mayores y me quedé, naturalmente! El hostal La española, era como todo en Assunção: antiguo y pobre, con esa estrechez intemporal que lleva a la poesía o a la nada. Ella era realmente española, de Jaén por más señas, y como él tendría una edad cercana a ninguna edad... es decir, un poco joven aún, un poco mayor ya... los ojos grandes, cuerdos, voladores. Me recibió en bata de watiné y con el pelo recién lavado recogido en el regazo de una toalla blanca. Al tomar nota de mis datos en el registro y saber que éramos paisanos dejó ir una mirada que me atrevería a definir como un compendio filosófico. Esa noche la cena consistió en verduras salteadas acompañadas de un clarete serio y de mucho cuerpo que él sirvió enfundado en el mismo mono verde de la mañana. Antes de retirarme ella vino a preguntar por los sabores y él a hurtadillas me dejó un par de manuscritos con un ruego: ¡léalos! Por la mañana, tras las campanas que llamaban a misa de ocho, ella vino a saludar y de paso a desayunar conmigo. Disculpe a mi marido, dijo, por aquí pasan pocos españoles y él, que valora y siente lo que escribo, incluso más que yo misma, compromete a los viajeros que le gustan dejándoles leer mis poemas. Le ruego que no lo tenga en cuenta. Ignora que todo lo que escribo es por él, para que su vida tenga la plenitud y la infinita belleza que me inspira. Cuando llegamos aquí... hace mucho tiempo, solo traíamos la provisión del amor... nos conocimos en Cascais, en el viaje de mi final de carrera. Entonces él era camarero en la terraza de un bar y hablaba un español pleno de música. Luego vi que era generoso, valiente, tan dulce... alguien que sabía tañer mi corazón como si fueran las campanas que le han despertado hoy. Crucé el domingo paseando por los alrededores de Assunção aunque no hubiera mucho que ver, ¡había tanto que sentir leyendo los mamotretos de poesía de aquella jienense tan perdidamente enamorada! El tiempo fue bueno y justo, de lejos, veía la gasolinera vacía y al hombre deambular sin nada que hacer enfundado en el mono verde de la rutina. Alguien más simple que yo le habría asociado al típico ignorante superficial y pueblerino. ¡Nada tan lejos de la realidad: desde que llegué a la gasolinera me echó el ojo y consiguió interesarme. Sabía que la mente genial de su mujer había construido para él un universo poético insondable, tan profundo, rico y elaborado que era capaz de dar a la vida en Assunção, carente de todo, aquel plus de belleza.

Un saludo y hasta el corazón de la semana que viene.

10.5.05

"Cuando la tarde planea hacia la eternidad" - Felipe - 09/05/05

Sí, justo a esa hora en que la tarde planea hacia la eternidad, llegué a la casa en una zona de Mijas a la que no sabría volver porque el chofer, enviado para recogerme, dio cuarenta vueltas por allí con el objeto de que la hora de entrar fuera exactamente la prevista. El coche, un modelo americano que no sabría decir, aparcó delante de la fachada principal y al bajarme quedé un momento “colgado” de las vistas, las suaves ondulaciones de la montaña moteada de viviendas hasta la misma orilla del mar, en ese momento irisado por una luz argéntea irrepetible. Entró en contacto conmigo porque Berta, su secretaria personal le habló de mi y quiso concretar una entrevista: “Tengo ochenta y cuatro años, dijo en un buen español, y he soñado que debo encargar mis memorias. Para Berta, mi secretaria, usted es la persona idónea”. Es un encargo delicado, dije, y le hice notar que para aceptar debíamos conocernos, hablar, sentir por mi parte que los criterios de idoneidad son recíprocos. Ella dijo: “le veré el sábado, cuando la tarde planea hacia la eternidad”. Al llegar comprendí el interés por el matiz: la hora, la luz, el olor del jardín tras el último riego... todo aparecía como dentro de una burbuja intemporal. Me encontré con la clásica mujer americana que tanto hemos visto encarnada en el buen cine: una anciana vital, de rostro sereno y expresión sobria que me recibía con una sonrisa a medio camino entre el sí y el no. Berta hizo las presentaciones y luego se excusó con la idea de: “tienen mucho de qué hablar”. Indicó con un gesto que tomara asiento frente a ella y me di cuenta que nada en aquella entrevista iba a ser casual. “Es una hora perfecta, dijo ella, lástima que lo eterno sea tan efímero; en dos minutos y cuarenta y cinco segundos la magia se habrá evaporado en un silencio espectacular”. Sonrió de nuevo con aquel sí-no entre los labios y añadió: “Dígalo, de todas las frases para romper el hielo, esa es la más convencional que conozco. Quiero decir con ello que soy una mujer tradicional que se rodea de personas excepcionales”. Adopté una postura cómoda, tranquila, en realidad no buscaba el trabajo sino algo que motivase mi interés. Se puso a rebuscar con descaro y sentí su mirada pasear por mis meninges, curiosear aquí y allá en medio de una selecta e inagotable guía de convenciones. De repente dijo: “Nací en 1921 en Northampton, Massachusetts, a un paso de donde nació y murió Emily Dickinson. ¿Le dice algo?” Y yo respondí con unos versos traducidos por Amalia Rodríguez: "La Fuerza no es sino Dolor / Amarrado con Disciplina". “Toda mi vida la he pasado odiando a esa mujer, dijo seria, leyéndola, admirando y odiando su perfección, todos los días. Murió 35 años antes de que yo naciera y me parece una injusticia insoportable”. Habló emocionada de la poeta americana, a la que tanto admiro, luego dijo: “Me casé por primera vez en 1947, ¿le suena?” ¡Claro!, dije yo, nací ese mismo año. Y ella precisó: “de abril al verano... para cuando usted nació ya estaba convencionalmente embarazada”. Fue llevando la conversación de un punto a otro siempre con delicada sutileza y como si las palabras, las preguntas o las ideas acabaran de pasar junto a sus labios y ella las empujara suavemente. “Cinco matrimonios bonitos y convencionales, decía, cinco hijos maravillosos, cinco hombres que dejan huella, cinco vidas buscando algo que... ¿existe? No, ya no lo creo. ¿Usted qué opina?” ¡Existe!, dije yo con rotundidad, y ella: “no he dicho el qué”. No importa, dije yo, sea lo que sea existe. Se quedó un rato mirándome con expresión franca. “Me alegro que lo crea, dijo al fin, porque he soñado que si hago memoria lo encontraré”. No hablamos mucho más. Sin saber cómo Berta había vuelto y nos escuchaba en silencio. Al despedirnos se me ocurrió decir. Cinco maridos, ¿verdad? “Cinco”, dijo ella. Entonces pregunté: ¿a cual de ellos elegiría para la eternidad? No lo pensó y dijo: ¿Para la eternidad? ¡A ninguno!

Un saludo y hasta el corazón de la semana que viene.

"Cada vez más tarde" - Felipe - 25/04/2005

Querida mía:
¿Recuerdas cuando leíamos juntos a Antonio Tabucchi?. Compramos su libro en Barcelona y al volver a Málaga yo leía mientras tu conducías o tú leías mientras yo me ocupaba del volante. También eran cartas de amor y despedida, ¿te acuerdas?, una colección titulada: "Se está haciendo cada vez más tarde". Lo compré porque a nosotros se nos hacía tarde casi para cualquier cosa. Íbamos juntos separados. Nos turnábamos para conducir o leer pero cuando yo leía era como si viajaras en otro coche, Tabucchi sólo me hablaba a mi, como si él supiera que la tardanza en llegar a Málaga fuera sólo mía. Sobre todo, pienso ahora, era tarde para soñar. Un amor al que le falta tierra para sembrar los sueños es que ha perdido ya las últimas oportunidades. El amor está ligado a los sueños como las estrellas a la noche. A una noche sin estrellas se le hace tarde para ahondar su oscuridad y es como una tabla. En verano todas las noches llegan tarde pero lo compensan con una abigarrada constelación de sueños, en invierno la noche se adelanta pero su prontitud esconde una oscuridad de rescoldo o de albero que es como se conoce a la luz de las ciudades regresando de las nubes. El albero ya no es el amor, ni siquiera su rescoldo porque al amor cuando se le hace tan tarde ya no tiene noche que le acune, aunque se le parezca porque también se queda plano y oscuro y del suelo sube un olor a tierra quemada... Amadísima Hemoglobina mía, decía Tabucchi. ¿Te acuerdas? Me reía y tu decías, no me distraigas, como si la carretera tuviera más interés que mi risa. Ya sé que no era una risa graciosa pues ocultaba la angustia del que comprende que se hace tarde y si embargo no desperdicia la ocasión para decir: me preocupas. Bien, tranquila, ya pasó. Comprendo que al Tabucchi que leíamos: jocoso, intelectual, cosmopolita, ya no le preocupaban aquellos amores perecidos como tales y sólo disfrutaba ganándolos para lo literario. Sencillo y meticuloso les dirigía sus cartas desde la misma posición en la que hoy me encuentro escribiéndote estas letras, es decir liberado de aquella sensación de estar llegando tarde a cualquier sitio. La tardanza era la del propio adiós despidiéndose de sí mismo y de nosotros. Tabucchi se despide de Ofelia, ¿te acuerdas, hacia el final del libro?. Le dice: “Mi dulce Ofelia, hace más de veinte años que flotas mecida por la corriente, hace más de veinte años que veo como te ahogas...”, porque él la quiere y hace más de veinte años que ya no la quiere. Me enseñó mucho aquel libro sobre amores y despedidas, sobre todo aprendí a ver con naturalidad cómo algo tan bello y sublime como el amor se empequeñece hasta quedar convertido en una casa vacía. Entendí que cuando se hace tarde, ¡tan tarde!, olvidas que has amado y que la casa es aquella noche reducida, sin tiempo, sin tierra para los sueños y sin estrellas. Lo sé como se saben los recuerdos, lo veo como se ve el dolor una vez curado. Aquel viaje Barcelona-Málaga fue en realidad como el regreso de una vuelta al mundo que había durado 30 años.

Escribo esta carta animado y con la brevedad de un haikus. No quiero cansarte ni cansarme. Junto a ciertas personas la vida se comporta como algunos cuadros de Magritte en los que lo de fuera parece estar en lo de dentro para anularlo (también lo decía Tabucchi, ¿recuerdas?). Felizmente para mi lo de fuera y lo de dentro se aúnan ahora, colaboran, se entienden, construyen juntos. Por fin concluyó aquella moda absurda que tanto hizo sufrir a los hombres de mi generación: se acabó calzarse la cota de malla de los héroes y ponerse en plan salvador. Un amigo mío lo cuenta con mucha gracia: “Cuando una mujer viene y me dice, ‘Pedro, tengo un problema’, echo a correr. ¡Escapo, huyo! A veces me vuelvo y le grito: ¡que te salve tu padre!”

Un saludo y hasta el corazón de la semana que viene.