18.5.05

"Aquel plus de belleza" - Felipe Gámez - 16/05/2005

Un puente largo camino de Cascais y de improviso aquel viaje giró para tomar otros rumbos: el domingo desperté en una cama blanda del, Hostal La española, en un pueblo perdido del Alentejo, Assunção. Desperté porque las campanas de una iglesia cercana empezaron a tañer como veinte minutos antes de las ocho de la mañana y al abrir los ojos, en un lugar que no viene al caso, me di de bruces con la pregunta: ¿qué hago aquí?. El buen tiempo me empujó a salir de Málaga, a dejar Sevilla colgada del retrovisor, a pasar de largo Extremadura y a cruzar la frontera con Portugal sobre las once de la mañana. Paré a tomar café y poner combustible en una estación angosta, como de un tiempo ido, a la entrada de un pueblo tendido sobre una comarcal de segundo o tercer orden. Un hombre de mediana edad, con un mono verde, llenaba el tanque y preguntaba si iba de paso o pensaba quedarme. Todo es posible, dije yo. ¿Qué hay aquí? Depende de lo que usted busque, dijo él. Luego pasó al bar, cargó la cafetera, y mientras la máquina hacía gorgoritos dije: incluso cuando no buscamos nada buscamos algo. El tipo me sirvió un café negro, largo y dijo: entiendo. En apariencia Assunção es pobre... llegué hace veinte años, recién casado y sin nada que perder. Hoy tengo la gasolinera, el bar y un hostal con poco tránsito que regenta mi mujer. En realidad nada, si a poco de llegar ella no hubiera descubierto... ¡la poesía! ¡Ah, para mi la poesía son palabras mayores y me quedé, naturalmente! El hostal La española, era como todo en Assunção: antiguo y pobre, con esa estrechez intemporal que lleva a la poesía o a la nada. Ella era realmente española, de Jaén por más señas, y como él tendría una edad cercana a ninguna edad... es decir, un poco joven aún, un poco mayor ya... los ojos grandes, cuerdos, voladores. Me recibió en bata de watiné y con el pelo recién lavado recogido en el regazo de una toalla blanca. Al tomar nota de mis datos en el registro y saber que éramos paisanos dejó ir una mirada que me atrevería a definir como un compendio filosófico. Esa noche la cena consistió en verduras salteadas acompañadas de un clarete serio y de mucho cuerpo que él sirvió enfundado en el mismo mono verde de la mañana. Antes de retirarme ella vino a preguntar por los sabores y él a hurtadillas me dejó un par de manuscritos con un ruego: ¡léalos! Por la mañana, tras las campanas que llamaban a misa de ocho, ella vino a saludar y de paso a desayunar conmigo. Disculpe a mi marido, dijo, por aquí pasan pocos españoles y él, que valora y siente lo que escribo, incluso más que yo misma, compromete a los viajeros que le gustan dejándoles leer mis poemas. Le ruego que no lo tenga en cuenta. Ignora que todo lo que escribo es por él, para que su vida tenga la plenitud y la infinita belleza que me inspira. Cuando llegamos aquí... hace mucho tiempo, solo traíamos la provisión del amor... nos conocimos en Cascais, en el viaje de mi final de carrera. Entonces él era camarero en la terraza de un bar y hablaba un español pleno de música. Luego vi que era generoso, valiente, tan dulce... alguien que sabía tañer mi corazón como si fueran las campanas que le han despertado hoy. Crucé el domingo paseando por los alrededores de Assunção aunque no hubiera mucho que ver, ¡había tanto que sentir leyendo los mamotretos de poesía de aquella jienense tan perdidamente enamorada! El tiempo fue bueno y justo, de lejos, veía la gasolinera vacía y al hombre deambular sin nada que hacer enfundado en el mono verde de la rutina. Alguien más simple que yo le habría asociado al típico ignorante superficial y pueblerino. ¡Nada tan lejos de la realidad: desde que llegué a la gasolinera me echó el ojo y consiguió interesarme. Sabía que la mente genial de su mujer había construido para él un universo poético insondable, tan profundo, rico y elaborado que era capaz de dar a la vida en Assunção, carente de todo, aquel plus de belleza.

Un saludo y hasta el corazón de la semana que viene.

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