10.4.06

"El peso del mundo" - Felipe Gámez - 10-04-2006

En medio de una realidad funcional, chabacana o mejor llamarla de baja intensidad (no sé si atreverme a decir: con cierta frecuencia bárbara) muy de tarde en tarde nos suceden historias deslumbrantes cuyo origen está en el peso del deseo y en su fuerza febril y arrolladora. Casos raros en los que algo mayor que nosotros mismos nos crece por dentro y hace que los sueños nos alcancen en plena vigilia y tengan la urgencia de saber con qué certezas cuenta la ilusión en el mundo real. Es una historia reciente que me decido a escribir por su intensidad reveladora, porque de algún modo me vi involucrado (mera comparsa) y porque como contador de buenas historias debo estar listo y sobre todo sensible para apreciar cuanto de admirable pone el azar a mi alcance. Ella entró y yo salía con mi maletín en una mano y las llaves para cerrar en la otra. Acababa de interrumpir el fluido eléctrico del Cuadro General de la nave donde trabajo y en el despacho el silencio adquiría la conciencia gorda en la que pasa las horas del fin de semana. “Perdone –dijo- ¿puedo hablar un momento con usted?” No tenía pinta de vendedora así que temí algo peor. Dije: ¿Podemos dejarlo para otro día? Es viernes, todos se han ido y la semana fue larga... Ella asintió con la cabeza y lo habría dejado pero no podía. Su juventud, su belleza, su buen porte, ciertos gestos cohibidos alejaron de mi el recelo inicial.
“No me conoce -dijo con esfuerzo evidente por mantener la calma-. Yo tampoco le conozco. Paso mucho por aquí, a propósito, y a veces paro el coche cerca. Nunca me decidí a entrar, me faltaron las fuerzas, la decisión necesaria, el valor. Hoy lo he conseguido y le ruego que me escuche sin interrumpirme. Escribí y luego aprendí palabra por palabra cuanto quiero decir y si me corta sólo sabré llorar”. Intuí que algo extraño y muy sorprendente iba a suceder y dije: De acuerdo, ¿cual es tu nombre? “Mi nombre es Desiré y no le dirá nada... -yo hice un gesto, no me decía nada en absoluto- ...tengo veinte años, mi madre no ve con buenos ojos que le moleste pero por fin sabe que yo lo necesito. Verá, le aseguro que no es un capricho, necesito conocer a mi padre, verle, hablar con él, saber como es... lo que piensa. De antemano le diré que no me importa lo que sucedió con mi madre antes de que yo naciera, entiendo que al ser un hombre casado no pudiera dar el paso de reconocerme y cortara todos los lazos con nosotras. Le respeto y sé que sus razones habrá tenido para no querer saber de mi”. Levanté un dedo para hacer un inciso pero ella cerró los ojos y murmuró: “¡por favor, por favor, por favor!” La dejé continuar: “Desde muy joven he llevado sobre mi el peso de su indiferencia y lo asumí como una parte del peso del mundo... pero mis hombros no pueden mas. Mi padre, que es usted, vive en Málaga y no puedo acercarme, no le puedo llamar y preguntarle, ¿cómo te va? No puedo esperar ¡como todas las hijas!, esa palabra insustituible que te dice: “mi niña! ¿Es tan difícil lo que pido? Le aseguro que no soporto la sensación de que unos pocos kilómetros sean peores que la distancia entre la Tierra y la luna”. Sus sentimientos eran una mezcla de alegría, enfado, desesperación, necesidad... sobre todo quería hacerme saber que daba aquel paso por ella pero también por mi, porque un padre necesita a su hija por la misma razón. Acabó hipando, emocionándose, llorando un poquito y olvidándose (por los nervios) de todos los folios que había escrito y luego memorizado para que supiera de ella y contara con su afecto, su comprensión... la inclinación natural de la sangre verdadera y el cariño. Cuando por fin calló y se mostró dispuesta a escucharme yo estaba fofo, blandito y no sabía como disolver aquella dulce tensión paterno filial. Todo terminó de golpe cuando pregunté: ¿Sabrás mi nombre, verdad? Y ella dijo: “si papá, sé mucho de ti, tu nombre es precioso, Álvaro. Me encanta”. Para ambos fue muy decepcionarte cuando le mostré mi DNI y de su papá quedó sólo el error de haber entrado en la nave equivocada y aquel nombre tan recio y sonoro: Álvaro.

3.4.06

"Invertir en Belleza" - F. Gámez - 29/03/2006

Hay quienes piensan que aprendemos por ósmosis, quienes creen que simplemente emulamos a otros (mejores o peores que nosotros) y quienes creen que tan sólo nos enamoramos y por esa razón nos dejamos prender, incluso aprender por aquellos que nos han ganado antes el corazón. Tal vez todas las opciones sean ciertas, es decir que siempre estamos aprendiendo y que, en el mejor de los casos tratamos de estar enamorados. No lo digo como un saber cierto sino como un aprendizaje y quien me enseñó la parte más bella de cuanto aprendí al respecto es una mujer de quien siempre fue sencillo enamorarse. La última vez que fui a verla lo hice con MaríaJosé, mi actual pareja, en una visita amistosa, tranquila y nada protocolaria. Entrar en su casa es como descubrir que todos los mundos imaginados son posibles: seres vivos de diversos tamaños y colores se derraman en todas direcciones en un corolario armónico y feliz de tiestos donde la belleza es un regalo sutil, inexplicable y conmovedor del ámbito vegetal (de los bichos hablaré otro día). “La casa dice cómo estamos por dentro -explicó mientras nos conducía hacia el patio-, muestra la calidez, incluso la calidad de los sentimientos hacia los semejantes, y se detiene o mejor se entretiene en los entrepaños donde la amistad guarda sus experiencias, los detalles preciosos que nos hacen a los andaluces tan hondos y hospitalarios”. Dijo lo de los andaluces mirándonos de igual a igual cuando ambos sabemos que es natural del frío palentino. “Soy andaluza por suscripción -dijo después-, porque aprendí la dura lección de serlo con todas las consecuencias, porque me he ganado a pulso el título y porque es mi deseo lucirlo”. Entonces dijo lo que yo repetí antes sin ser en realidad mío: "Aprendemos de quien nos enamora, de quien nos gana en honradez, de quien nos llama por nuestro nombre (nos conoce) y sobre todo aprendemos ¡naturalmente! del que sabe”. No fue sólo delicioso oírla, en mi caso fue una oportunidad para decir lo mucho aprendido de ella, de las horas ganadas a la plática algún tiempo atrás, cuando las ternuras desplegaban clamorosas sus alas y las sábana caían, como plumas... hacia la plenitud. Sonrió cómplice y un poco azorada por la presencia de mi compañera. “Bah, no le hagas caso -dijo con un cerrado acento malagueño- los poetas manejan la belleza de las palabras como nosotras las flores, pero todos están más pallá que pacá”. MaríaJosé, que ya sabe relativizar la lingüística, incluso la semántica, se mostró creativa: “Bueno -dijo en un susurro alegre y en el mismo tono castizo-, ahora o a deshora, sea paquí o pallá a donde quiera llevarme, la primera beneficiaria de sus palabras y de la belleza que contienen soy yo”. El hechizo del piropeo femenino es (me atrevería a decir) mortal, así que salí del apuro con una frase de G.Bernard Shaw: “No hay derecho a consumir felicidad sin producirla como no lo hay a disfrutar de la belleza sin contribuir a crearla”. Pasamos el resto de la tarde hablando de nosotros, enseñándonos a ser amistosos, respirando por las heridas que corroboran nuestra inclusión en el mundo real, descubriendo que no somos tan raros, ni tan especiales, ni tan desgraciados como tendemos a creer cuando nos encerramos entre las cuatro paredes de la autocompasión. Ahora, mientras tecleo estas líneas y espero la hora de levantarme para hacer la cena que luego tomaré en solitario, pienso que aprendemos siempre por necesidad y que lo aprendido empieza a parecernos verdadero cuando olvidamos lo que nos enseñaron por obligación. En tal sentido hay una edad -la mejor- en la que aprendemos y enseñamos a la vez. Al despedirnos las chicas me hicieron un último regalo. Una decía a la otra: “De él aprendí a no comprar flores ni plantas, nunca lo hace, aunque como yo tenga la casa llena”. “Lo sé -dijo mi pareja-. Es una horterada pero él llama a eso, invertir en belleza”.