3.4.06

"Invertir en Belleza" - F. Gámez - 29/03/2006

Hay quienes piensan que aprendemos por ósmosis, quienes creen que simplemente emulamos a otros (mejores o peores que nosotros) y quienes creen que tan sólo nos enamoramos y por esa razón nos dejamos prender, incluso aprender por aquellos que nos han ganado antes el corazón. Tal vez todas las opciones sean ciertas, es decir que siempre estamos aprendiendo y que, en el mejor de los casos tratamos de estar enamorados. No lo digo como un saber cierto sino como un aprendizaje y quien me enseñó la parte más bella de cuanto aprendí al respecto es una mujer de quien siempre fue sencillo enamorarse. La última vez que fui a verla lo hice con MaríaJosé, mi actual pareja, en una visita amistosa, tranquila y nada protocolaria. Entrar en su casa es como descubrir que todos los mundos imaginados son posibles: seres vivos de diversos tamaños y colores se derraman en todas direcciones en un corolario armónico y feliz de tiestos donde la belleza es un regalo sutil, inexplicable y conmovedor del ámbito vegetal (de los bichos hablaré otro día). “La casa dice cómo estamos por dentro -explicó mientras nos conducía hacia el patio-, muestra la calidez, incluso la calidad de los sentimientos hacia los semejantes, y se detiene o mejor se entretiene en los entrepaños donde la amistad guarda sus experiencias, los detalles preciosos que nos hacen a los andaluces tan hondos y hospitalarios”. Dijo lo de los andaluces mirándonos de igual a igual cuando ambos sabemos que es natural del frío palentino. “Soy andaluza por suscripción -dijo después-, porque aprendí la dura lección de serlo con todas las consecuencias, porque me he ganado a pulso el título y porque es mi deseo lucirlo”. Entonces dijo lo que yo repetí antes sin ser en realidad mío: "Aprendemos de quien nos enamora, de quien nos gana en honradez, de quien nos llama por nuestro nombre (nos conoce) y sobre todo aprendemos ¡naturalmente! del que sabe”. No fue sólo delicioso oírla, en mi caso fue una oportunidad para decir lo mucho aprendido de ella, de las horas ganadas a la plática algún tiempo atrás, cuando las ternuras desplegaban clamorosas sus alas y las sábana caían, como plumas... hacia la plenitud. Sonrió cómplice y un poco azorada por la presencia de mi compañera. “Bah, no le hagas caso -dijo con un cerrado acento malagueño- los poetas manejan la belleza de las palabras como nosotras las flores, pero todos están más pallá que pacá”. MaríaJosé, que ya sabe relativizar la lingüística, incluso la semántica, se mostró creativa: “Bueno -dijo en un susurro alegre y en el mismo tono castizo-, ahora o a deshora, sea paquí o pallá a donde quiera llevarme, la primera beneficiaria de sus palabras y de la belleza que contienen soy yo”. El hechizo del piropeo femenino es (me atrevería a decir) mortal, así que salí del apuro con una frase de G.Bernard Shaw: “No hay derecho a consumir felicidad sin producirla como no lo hay a disfrutar de la belleza sin contribuir a crearla”. Pasamos el resto de la tarde hablando de nosotros, enseñándonos a ser amistosos, respirando por las heridas que corroboran nuestra inclusión en el mundo real, descubriendo que no somos tan raros, ni tan especiales, ni tan desgraciados como tendemos a creer cuando nos encerramos entre las cuatro paredes de la autocompasión. Ahora, mientras tecleo estas líneas y espero la hora de levantarme para hacer la cena que luego tomaré en solitario, pienso que aprendemos siempre por necesidad y que lo aprendido empieza a parecernos verdadero cuando olvidamos lo que nos enseñaron por obligación. En tal sentido hay una edad -la mejor- en la que aprendemos y enseñamos a la vez. Al despedirnos las chicas me hicieron un último regalo. Una decía a la otra: “De él aprendí a no comprar flores ni plantas, nunca lo hace, aunque como yo tenga la casa llena”. “Lo sé -dijo mi pareja-. Es una horterada pero él llama a eso, invertir en belleza”.

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