10.5.05

"Cuando la tarde planea hacia la eternidad" - Felipe - 09/05/05

Sí, justo a esa hora en que la tarde planea hacia la eternidad, llegué a la casa en una zona de Mijas a la que no sabría volver porque el chofer, enviado para recogerme, dio cuarenta vueltas por allí con el objeto de que la hora de entrar fuera exactamente la prevista. El coche, un modelo americano que no sabría decir, aparcó delante de la fachada principal y al bajarme quedé un momento “colgado” de las vistas, las suaves ondulaciones de la montaña moteada de viviendas hasta la misma orilla del mar, en ese momento irisado por una luz argéntea irrepetible. Entró en contacto conmigo porque Berta, su secretaria personal le habló de mi y quiso concretar una entrevista: “Tengo ochenta y cuatro años, dijo en un buen español, y he soñado que debo encargar mis memorias. Para Berta, mi secretaria, usted es la persona idónea”. Es un encargo delicado, dije, y le hice notar que para aceptar debíamos conocernos, hablar, sentir por mi parte que los criterios de idoneidad son recíprocos. Ella dijo: “le veré el sábado, cuando la tarde planea hacia la eternidad”. Al llegar comprendí el interés por el matiz: la hora, la luz, el olor del jardín tras el último riego... todo aparecía como dentro de una burbuja intemporal. Me encontré con la clásica mujer americana que tanto hemos visto encarnada en el buen cine: una anciana vital, de rostro sereno y expresión sobria que me recibía con una sonrisa a medio camino entre el sí y el no. Berta hizo las presentaciones y luego se excusó con la idea de: “tienen mucho de qué hablar”. Indicó con un gesto que tomara asiento frente a ella y me di cuenta que nada en aquella entrevista iba a ser casual. “Es una hora perfecta, dijo ella, lástima que lo eterno sea tan efímero; en dos minutos y cuarenta y cinco segundos la magia se habrá evaporado en un silencio espectacular”. Sonrió de nuevo con aquel sí-no entre los labios y añadió: “Dígalo, de todas las frases para romper el hielo, esa es la más convencional que conozco. Quiero decir con ello que soy una mujer tradicional que se rodea de personas excepcionales”. Adopté una postura cómoda, tranquila, en realidad no buscaba el trabajo sino algo que motivase mi interés. Se puso a rebuscar con descaro y sentí su mirada pasear por mis meninges, curiosear aquí y allá en medio de una selecta e inagotable guía de convenciones. De repente dijo: “Nací en 1921 en Northampton, Massachusetts, a un paso de donde nació y murió Emily Dickinson. ¿Le dice algo?” Y yo respondí con unos versos traducidos por Amalia Rodríguez: "La Fuerza no es sino Dolor / Amarrado con Disciplina". “Toda mi vida la he pasado odiando a esa mujer, dijo seria, leyéndola, admirando y odiando su perfección, todos los días. Murió 35 años antes de que yo naciera y me parece una injusticia insoportable”. Habló emocionada de la poeta americana, a la que tanto admiro, luego dijo: “Me casé por primera vez en 1947, ¿le suena?” ¡Claro!, dije yo, nací ese mismo año. Y ella precisó: “de abril al verano... para cuando usted nació ya estaba convencionalmente embarazada”. Fue llevando la conversación de un punto a otro siempre con delicada sutileza y como si las palabras, las preguntas o las ideas acabaran de pasar junto a sus labios y ella las empujara suavemente. “Cinco matrimonios bonitos y convencionales, decía, cinco hijos maravillosos, cinco hombres que dejan huella, cinco vidas buscando algo que... ¿existe? No, ya no lo creo. ¿Usted qué opina?” ¡Existe!, dije yo con rotundidad, y ella: “no he dicho el qué”. No importa, dije yo, sea lo que sea existe. Se quedó un rato mirándome con expresión franca. “Me alegro que lo crea, dijo al fin, porque he soñado que si hago memoria lo encontraré”. No hablamos mucho más. Sin saber cómo Berta había vuelto y nos escuchaba en silencio. Al despedirnos se me ocurrió decir. Cinco maridos, ¿verdad? “Cinco”, dijo ella. Entonces pregunté: ¿a cual de ellos elegiría para la eternidad? No lo pensó y dijo: ¿Para la eternidad? ¡A ninguno!

Un saludo y hasta el corazón de la semana que viene.

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