12.4.05

"Final de invierno en Munich" - Felipe - 11-4-05

Cuanto más te conozco menos te entiendo. Dijo ella, ¿qué harás en Munich esos tres días?" Nada especial, dije yo, pasear, repetir visitas a ciertos museos, recalar en los mismos o en otros cafés, percibir el olor de una biblioteca o de un mercado... interiorizar aquella luz invernal tan propia del homo melancholicus, tratar de comprender a Rembrandt en la Alte Pinakothek... pasar de la Semana Santa malagueña. Puestas en ese orden o en otro, todas me parecían buenas razones, a ella ninguna. "¿Puedo ir contigo?" Preguntó al fin, y yo dije: con algunas ciudades, como con algunas personas, tres son multitud. No insistió. Hay personas y ciudades inspiradoras y ella sabe que la mezcla, como en el beber, funciona mal. El jueves Santo, sobre las diez bajaba en la estación Therensienstrasse para pasar el resto de la mañana en una de las pinacotecas más antiguas del mundo: Memling, Giotto, Tiziano, Leonardo, Durero, incluso Murillo... los grandes y sólo ellos. Después de almorzar llamé a Inke. Desde Málaga le había dicho, estaré ahí, y ella, con ese español suyo, tan musical, dijo: "¿Me llamarás?" Nos conocimos en Torremolinos, poco antes de mi primer viaje, yo paseaba por La Carihuela y hacía tiempo para almorzar. Ella vivía entonces con Otto, un músico joven de pelo ensortijado y mirada lánguida. Paseaban y trataban de ver un sitio para tomar un piscolabis. Me ofrecí a guiarles y a partir de ahí comimos juntos y surgió la amistad. Ese otoño insistieron en que fuera, me hablaron de Baviera, del sur de Alemania y de lo divertida que podía ser la ciudad. Nos entendimos a la perfección, ella es una consumada hispanista que enseña español en la Universidad y está muy relacionada con el Instituto Cervantes en la muy céntrica Marstallplatz. Por lo tanto escribe y habla un español mejor que el mío. Me gustó la ciudad, lo que no me gustó fue encontrarla ojerosa y abandonada. Un día antes habían roto sus relaciones y al abrir la puerta de su piso, a dos manzanas de la elegante Maximillian Strasse, hallé a una mujer aplastada por sus cincuenta años. ¡No es un buen momento Felipe! dijo y hube de buscar un sitio barato para dormir. La segunda vez fui solo y sin planes de compañía; últimos de octubre, antes de que el invierno entrara y diese a las calles el aspecto del azúcar cande. Recuerdo sentir el tum-tum del corazón abigarrado de la ciudad, verla reflejada desde un puente con mucho tráfico mientras la tarde caía veloz desde las cúpulas verdes de la Frauenkirche. Esa noche me pateé barrios como Schwabing, bebí buena cerveza en un garito y escuché canciones bávaras a un grupo de animosos obreros. Era el lugar donde se asentó la bohemia a principios del siglo XX. En esta ocasión Inke vino a mi hotel. La encontré adaptada a su Status de intelectual solitaria y reacia a emprender aventuras emocionales capaces de hacerla sufrir. "Munich, dijo, es una ciudad vital, abierta, muy bonita", cosa que demostró con creces. Comprendí que si Viena es un delirio, Munich es un sueño constante sostenido por la razón y el equilibrio. El viernes Santo llovió todo el día y lo pasamos en su piso, quería cambiar impresiones sobre poemas que le había enviado por mail: "Una tarde lluviosa se desploma, / se cae para decirnos algo / que no está en el día o en la noche / sino en el fondo de una mirada amable". Dijo: "traduje el poema al alemán y lo mandé a una revista de la Facultad". Me retiré pronto, guardándome dentro su conversación sincera e intimista. Salí con la sensación de que su compañía fue un regalo, una visita fugaz a los remansos de una mente cien, por cien alemana; un safari por los bulevares rosa de su corazón. El sábado recobré mi soledad y deambulé sin prisa por una ciudad monumental pero de pequeño formato. A veces un sol blanco salía por entre las nubes y después lloviznaba. Para mi gusto hacía frío pero observé que el invierno periclitaba: en todos los parques florecían los magnolios.
Un saludo y hasta el corazón de la semana que viene

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