12.7.05

"Hoy ya pensé demasiado" - Felipe - 11/7/2005

El verano lo reblandece todo. Si además agregamos que vivimos en un país blando (costumbres blandas, moral blanda, valores blandos...) llega un momento en que sobre primeros de julio, más o menos, casi todo en Málaga está entre líquido y gaseoso, hay quien diría que además altamente inflamable. Así es como me lo cuenta un amigo, no malagueño, al que tengo por un hombre fabricado con sólidos exactos e inalterables a la meteorología y a otros cambios, ya sea del clima, de las costumbres o de las ideas. Casi parece de Jaén, aunque tampoco lo sea. Desde que lo conozco, hará algo más de cinco años, mantiene y defiende sus posiciones iniciales con poco éxito, dicho sea de paso. En Málaga, un tipo como él resulta exótico. Pero no lo es o al menos a mi no me lo parece. "¡Ah, ese! –dicen algunos– no parece de fiar, habla poco y eso moquea". En Andalucía se lleva la locuacidad de los bares (aunque sea intrascendente) cuando uno habla acaba mostrando sus contenidos, los límites, esperanzas y temores que conforman el ser, sus pertenencias y sus carencias y esa información, si es reconocible tranquiliza al personal. Con mi amigo, al que llamaré Plinio (por darle un nombre que le va al pelo) sucede justo lo opuesto a la costumbre: no es que hable poco es que no habla en los bares y cuando lo hace, en petit comité, su conversación es tan rica, profunda y trascendente que si no le conoces suficiente puede asustar mucho. Nos vemos menos de lo que ambos quisiéramos, la vorágine cotidiana se lo lleva todo por delante a una velocidad endiablada y si no sucede algo que demande una reunión urgente pueden pasar meses sin que nos echemos de menos. Por suerte, un amigo es ese que está ahí (lejano o próximo) y deja cuanto tenga entre manos tan pronto escucha decir, "Rupert, te necesito". Hace unas noches me llamó: "Estoy cerca de tu casa –dijo– ¿puedo ir a verte?" Miré el reloj, me caía de sueño y llevaba cerca de diez minutos leyendo en la cama sin enterarme de nada; faltaba poco para que dieran las dos de la madrugada. Colgó y sonó el timbre de la puerta. Entró pidiendo un café y yo dije haremos una tila, y él dijo, perfecto. Hacía una noche típicamente juliana, los patios estaban abiertos y conversaban despacito con los hilos de una brisa madrugadora que era el susurro delicioso entre los montes de Málaga. Dejamos que las bolsas de infusión se deslieran contándonos levedades hasta que de repente le vi ponerse serio, abrir y cerrar la boca como si fuera un pez y le costara trabajo respirar. Me dio la impresión de verlo en alta mar sin tener a dónde a garrarse y como lo más a su alcance era la taza se lanzó a ella y se tomó la tila de un sorbo. ¡hey! dije, ¿qué prisa tienes? Entonces reparé en que dos gruesos lagrimones, como cerezas de temporada, rodaban sin entusiasmo por sus mejillas. ¡Tranquilo –dijo él sin interferir el camino de las lagrimas– no es nada grave, por suerte no afecta a mi salud o a la de mi familia, no debería estar aquí, molestándote con chorradas. ¿Chorradas? Pregunté yo y el dijo: "seguro... aún no lo sé". Entonces estás bien donde estás, dije afectuoso. Aquello hizo el efecto de una compuerta que se abre. "Vivo según un estricto orden de valores –dijo–, ser honesto, no hacer mal a nadie y no volcarme en empresas estériles. Pese a lo que digan por ahí mi vida es simple y tradicional: ya sabes, una familia estable, tres hijas que son una bendición y un hijo en el que había puesto muchas querencias. Vengo de tener una conversación de padre a hijo y él me ha preguntado, ¿me quieres papá? Más que a mi mismo. He dicho yo. ¿En cualquier circunstancia? Ha insistido él. ¡Claro que si!, he repetido. ¿Aunque fuera un asesino? Ha preguntado él para mi sorpresa. ¡Por supuesto, hijo! Seas lo que seas. He vuelto a decir. Entonces ha preguntado: ¿me querrías siendo maricón?" Fue como verle soltar algo duro. Se levantó y dijo: gracias amigo, estoy bien. Hoy ya pensé demasiado... mañana será otro día.

Un saludo y hasta el corazón de la semana que viene.

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