18.11.05

"Una mente maravillosa" - Felipe Gámez

No puede ser, pensé. Es demasiado perfecto. Demasiado educado para ser auténtico. La frase estaba subrayada en un artículo de Javier Pérez-Reverte que me dejó a leer mientras apostillaba con un hilillo de voz: “Lo típico”. ¿Recuerdas? Lo que llamábamos un repelente niño Vicente. Pérez-Reverte no es un escritor de mi comunión, me interesa como articulista y poco más así que leí la carilla corta, escueta y bien escrita que me tendía. El niño del tren, un relato breve, tal vez inventado, en el que don Arturo explicaba cómo la realidad es y no es a despecho de nuestros esquemas habituales. Hace años que se extiende la idea del niño-joputa, del nene muñeco diabólico, de la criaturilla-cabrona que te mira con ojos azucarados mientras te endiña una patada en las espinillas sonriéndote angelical. Leí, tal y como él quería (me había traído el recorte para argumentar algo) y al final del artículo el escritor saldaba el asunto en contra de lo esperado. El buen-zagal, de nueve años, subía con su madre al tren en Valencia y luego la señora se apeaba dejándole al cuidado de la preciosa educación recibida. El escritor, entre incrédulo y admirado, describía al chavó parándose en el comportamiento adecuado, correcto, ensimismado en cuestiones criaturiles pero atento a las normas de conducta y a las buenas costumbres de los adultos, y venía a concluir en que tales casos existen aún porque en alguna parte de nuestra desgarbada sociedad quedan padres sensatos, adultos conscientes, incansables y además buena gente que siguen dando al mundo pequeños seres humanos esenciales. Finalizada la lectura él aguardó a que yo diera una opinión autorizada que temo resultó fallida por completo: No sé –dije-. Es un buen artículo. ¿Qué puedo añadir? Si me apuras... tal vez diga que me suena a invento literario para rellenar la página con una historia aceptable. “Vale, -dijo él-, yo también lo pensé pero... ¿y si te dijera que me he topado con ese niño, más de una vez, yendo en Talgo a Madrid?” “¡Ah, sí! Exclamé. ¿El mismo crío? ¡Hombre, no exactamente el mismo! Entiéndeme -dijo él-. Hablo de un pequeño bribonzuelo como el que describe Pérez-Reverte. Ya sabes un niño como los de antes: sensible, que cede el paso a las personas mayores y ha recibido de sus padres la buena enseñanza, básica imprescindible”. Mi expresión tal vez entre dubitativa e incrédula le hizo proseguir: “Cada vez que iba a Madrid lo veía, en serio, un crío modélico, tranquilo, silencioso, con sus mofletes sonrosados, la mochila y los comic... ¡parecía tan real! Ya sabes: Las piernecitas colgando, balanceándolas pero sin molestar. Una vez me senté a su lado y percibí su olor, el calorcito del cuerpo, esa mirada limpia, inocente con la que al final recuerdas tu propia infancia... porque, pese a que ya esté lejos, todos fuimos niños alguna vez.” Escuchándolo noté su agitación, la importancia que daba a la historia. Nos conocemos desde hace tiempo y a veces hablamos de la enseñanza y de su trabajo como profesor de Lengua y Literatura. Sus opiniones y las mías no siempre coinciden pero guardamos la prudente compostura del respeto. “Te aseguro que esos niños no existen, ¡son historias urbanas! –decía-. Los últimos de esa clase de jóvenes fuimos nosotros... los que vinieron después son pequeños tiburones.” Tras pensarlo a conciencia logré despejar la incógnita y en el último viaje llevé un alfiler. Sonrió misterioso y yo sentí un escalofrío. Aunque te cueste creerlo el crío no era tal sino un globo. ¡Un globo! ¿Entiendes? Pensé que si lo pinchaba haría ¡plum! Sorprendente, ¿verdad? No para mi. Se llama experiencia: veinte largos años soportándolos. Al final fue sencillo: subí al tren, me senté a su lado y cuando le vi distraído le metí el alfilerazo. Curiosamente no estalló, al sentirse descubierto me miró sorprendido, hizo una mueca horrenda y se deshinchó poco a poco. Suspiré conmovido mientras él decía : “Ahora estoy de baja por estrés... pero mi cabeza funciona de maravilla”.

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