2.7.06

Tánger en Semana Santa, 1ª parte - Felipe - 2/7/06

Tánger en Semana Santa

Primera parte, la salida

Huir de Málaga en Semana Santa es para mi una sana costumbre. Todos los años por estas fechas me invento algo y escapo o también podría decir me pierdo. Como si necesitara facilitar materiales a la imaginación desgastada por la rutina o realidades a tantos sueños que se mueren por vivirse. El año pasado fui a Munich, en un vuelo directo, de madrugada, solo, aunque llegué para encontrarme con Inkel en el Aeropuerto Internacional F.J. Strauss de Munich y pasar unos días con ella en su casa de Maximilian Strasse. Este año al terminarse la Navidad pensé ir a Tánger y, junto a MaríaJosé hicimos planes para el que sería el tercer viaje de placer desde que, hace casi un año iniciamos nuestra relación. ¿Por qué Tánger?, preguntó ella una vez allí, mientras cenábamos en un restaurante próximo al hotel. Era viernes, 14 de abril, fuera llovía (no en exceso pero llovía) y yo pensé: buena pregunta. No hallé una respuesta convincente, quizá sólo fuera una ocurrencia, un intento de pulsar mi propio gusto por la aventura, la necesidad de ponernos a prueba, de echar un pulso a esa personalidad amante de los riesgos que, en principio ninguno de los dos tenemos en grado significativo. Había leído, incluso sospechado, que África es sinónimo de aventura y me pareció un buen momento para comprobarlo.
Desde la oficina llamé por teléfono a Susana Nieto, prima de mi nuera Cristina y propietaria de una Agencia, Suan Viajes, y le encargué hacer las reservas: Paquete de Semana Santa, Tánger, 225 euros, ¡baratillo! Casi dos meses antes de la fecha, un sábado por la mañana pasamos por su oficina y Belén, una guapísima empleada nos dio los bonos y cargó en mi cuenta el importe; luego MaríaJosé abonó su parte en metálico ya que habíamos decidido correr a medias con los gastos.
Ya en casa revisamos minuciosamente los papeles antes de guardarlos en la mesita de noche. El “paquete”, así llamado por la agencia incluía una noche en Algeciras, Hotel Octavio, los pasajes del Ferry, ida y vuelta a Tánger y tres noches en el Hotel Solazul, ya en territorio marroquí. Todo muy idílico y pastoril, es decir sin nada que nos hiciera abrigar la sospecha de que allí se incluía ¡gratis! un buen ramillete de emociones fuertes: tensión nerviosa por un tubo, miedo, decisiones en décimas de segundo, adrenalina a tope... quizá de haberlo sospechado la cosa había tenido menos gracia. Unos días después renovamos los pasaportes (na, diez minutillos en la cola y 16 € del ala para tasas). Si aquello hubiera sido el guión de una película de Almodóvar habríamos oído de fondo esa musiquilla de suspense que advierte al espectador: “se masca la tragedia”. Bueno, aclaro, en cualquier caso una tragedia cutre al estilo de las que chiflan a nuestro manchego universal. Ahora que lo pienso creo que debí de llamarlo para que viniera de incógnito a filmar nuestra inocente aventura. Me juego una birra a que se lo habría pasado de miedo (como nosotros). Esto sin contar que por fin habría tenido la oportunidad de filmar algo digno de un auténtico director de cine.
Pero todo eso lo explicaré más adelante, aquel sábado (dos meses atrás) dormimos con nuestro “paquete” Algeciras Tánger guardado en la mesita y yo debí soñar con el futuro puesto que me levanté baldado.
Alguna vez, hablando en casa con amigos la discusión giró en torno al hecho, cada vez más frecuente, de los viajes (escapadas de fin de semana, puentes y vacaciones). Alguien se preguntó ¿qué nos impulsa a salir de nuestro hábitat natural (el hogar, la ciudad, el país) y emprender un remedo de trashumancia limitada a la disponibilidad laboral? La teoría que más me interesó decía que vivimos atrapados en una realidad cuyos límites son la physis, la psiquis, el espacio y el tiempo y cuando viajamos creamos la ilusión de que nuestra realidad, en esencia cerrada, tiene márgenes sutiles, es decir interpenetrables. Todo con la esperanza de creer que podemos salir de nosotros mismos. El viaje hacia fuera –decía nuestro amigo– no es otra cosa que un viaje hacia dentro pues nuestros límites son fronteras insalvables en todos los sentidos. ¿Por qué entonces la ilusión de movernos?, –se preguntaba, y se respondía de este modo:– desde un punto de vista aparencial viajamos para alcanzar otros mundos pero lo que en verdad sucede no es eso; unas vacaciones de un mes (siendo optimistas) en modo alguno dan para entrar objetivamente en otros mundos sino para que esos mundos entren en nosotros. De ahí el interés por fotografiarlo todo, por movernos en todas direcciones (excursiones) y si fuera posible hacer películas de video. El recuerdo, el souvenir, las fotos amplían nuestro interior, le permiten crecer, ramificarse, Vamos a los sitios para robarlos, para traérnoslos prendidos, para que el viaje por fuera sea lo que es el viaje sensu stricto: un viaje interior.

En el trabajo pensé tomarme toda la Semana Santa libre. Lunes martes y miércoles eran una tentación para aprovechar un par de días frente al ordenador y compensar la salida con un intensivo literario. Al final no pudo ser (lo del trabajo) y sólo conseguí añadir a los días de fiesta el Miércoles Santo. La idea inicial era hacer en autobús Málaga-Algeciras pero Ana (la hija de mi pareja) iba a pasar los mismos días de asueto en un camping de Zahara de los Atunes con una amiga y podía llevarnos en coche. Un viejo dicho gitano dice: “no me gustan los güenos emprencipios”. El dicho alude a un refrán español: lo que bien empieza mal acaba, nada que ver con nosotros, así que di por buena la oferta y a eso de la una del medio día nos recogieron en la puerta de casa.
Ya en ruta yo recordaba a una viajera infatigable: Marguerite Yorcenar y mientras las tres “maris” no paraban de hablar, yo le daba vueltas al coco con una de sus frases favoritas: ¿Quien puede ser tan insensato como para morir sin haber dado por lo menos una vuelta a su cárcel? Sobre las dos y media PM, en una ida rápida por autopista llegamos a Estepona. Ana y su compañera pensaban en el almuerzo y por la hora tenían razón. Estepona, pese a ser un día laboral estaba de bote en bote y cuando por fin conseguimos estacionar nos encontrábamos a un paso del Puerto de pescadores y las niñas preguntaban adónde sería factible aposentar nuestros traseros con vistas al condumio. Nos tomaron la delantera e indagando preguntaban a los lugareños con quienes se cruzaban por un sitio acorde con la hora, el estómago y la economía. Mientras caminábamos aproveché para llamar a mi amigo Pedro López, que en la actualidad trabaja en la localidad, con la intención de invitarlo a que se viniera: “¡hala, vente con nozotros pa’lmorzá, niño!”. Tener linea directa con Pedro es un privilegio porque es un profesional de la informática al que los amigos atacamos por todas partes (menos por una, claro está), y como suele ser muy amigo de sus amigos se puso al teléfono rápido y ligero. ¡Mi gozo en un pozo! “No puedo ir Felipe –dijo–. No estoy en Estepona sino en mi casa de Rincón. Trabajé en el tuno de la noche pasada y estoy descansando”. ¡Mecachi! De repente las niñas volvieron; les habían dicho que en el mismo puerto había uno de esos sitios donde se comen los mejores pescaítos fritos del mundo.
El tiempo, como en toda primavera, nos regalaba un sol paliducho, bonachón y algo brumoso. Por suerte no había levante sino una brisilla cálida y húmeda con la que era fácil bregar; la ropa ni pesaba ni estorbaba y el céfiro, nombre que los poetas dan a los airecillos primaverales, mordisqueaba las mejillas como si fuera las encías algodonosas de un bebé juguetón. Por las calles la gente iba y venía en grupos, solos o en parejas como si todo el mundo supiera qué sentido tiene la casualidad de encontrarnos atravesando la cazada o cruzando las aceras mal pavimentadas.
Las vacaciones son eso: tiempo que dejamos a la buena de Dios, a la sorpresa y al buen humor permanente, tiempo engarzado a una predisposición duradera a ser feliz con casi nada. Finalmente las nenas recibieron una buena indicación y almorzamos en un bareto portuario de nombre, “La Escollera” (Pescados y mariscos) a unos pocos metros del malecón de piedra y después de hacer la cola habitual en el local, algo así como una hora larguilla, a la espera de que el camarero encargado nos adjudicara mesa en una terracilla con vistas a la marisma. En Málaga se dice: “había gente pa reventar” pero pensándolo bien sólo es una forma del caos encubierto de orden: eso de que nos entre hambre a todos a la vez no tiene sentido. Debo reconocer, sin embargo, que tan pronto le hincamos el diente a una fritanga variada de pescado nos miramos y estuvimos de acuerdo en que la incómoda espera había merecido la pena. La ornamentación marinera del chiringuito, el suelo de tierra, las gaviotas argénteas (Larus cachinnans) chillando sobre nuestras cabezas, el Peñón de Gibraltar al fondo a la derecha... la bulla, en todo se respiraba la misma sana alegría, el secreto esperanzador del ánimo dispuesto a pasar las horas con los ojos muy abiertos y el deseo presto hacia el aprendizaje. MaríaJosé y yo sentíamos el clásico hormiguillo en la boca del estómago con que la ilusión llama a la ilusión. Hacia las siete de la tarde (más o menos) alcanzamos Algeciras y las niñas, tras dejarnos a las puertas del Hotel Octavio, proseguían su marcha hacia Zahara, un trecho que según supimos más tarde estaría marcado por el caravaneo continuo y los embotellamientos del tráfico.
Tras el primer vistazo convinimos en que en las estrellas de nuestro hotel faltaba gente, sobre todo si teníamos en cuenta que media Málaga estaba saliendo en todas direcciones. No sé por qué me pareció un sitio pijo, selectivo, como si cada estrella descartara a un millón de personas. Pensé que podía ser un sitio cojonudo para celebrar los Congresos del PP y no por eso dejé que la idea me amarga la tarde. ¡Faltaría plus! Había, por supuesto, un ambiente serio y estirado que no tenía nada que ver con la gravedad de un observador tan próximo a la vida como yo; y puestos a criticar añadiría que se apreciaba una línea impersonal entre lo carca y lo moderno, sin llegar a una cosa ni la otra, que va de perlas a los viajeros destinados a pasar una sola noche.
El joven conserje me miró con ojos desalentadores, ¡chusmilla! Tal vez yo rompiera sus esquemas sobre lo que debe ser un cliente modelo: algo así como un tipo alto, serio, encorbatado, chaqueta de marca azul marina cruzada y abotonada al pecho y señora peripuesta y enjoyada... Maríajosé tampoco daba la talla aunque iba más señorona, pero en cuanto a mi no daba el pego: bajito, triponcete, con pantalones vaqueros (limpios pero corrientes), camisa a cuadros (sin marca), calzado bueno pero trillaillo, maleta de estreno... Por fortuna mi pinta currantera es total y en el manual de los conserjes, imagino, existe un protocolo sobre el tratamiento adecuado a cada caso particular. En el nuestro lo adecuado debía ser el movimiento automatizado: al acercarse al mostrador el joven estiró la mano y el cuello en un movimiento rápido e involuntario cuyo significado se me escapa. Di el nombre al que estaba hecha la reserva y él, como si ya se hubiera hecho una composición de lugar exacta y supiera por experiencia de que iba todo el rollo dijo: el bono. El bono era una carta de mi agencia que aclaraba las cosas y el tipo dijo lacónico: una noche, sin desayuno. Yo protesté, para los centro europeos el desayuno es la comida más importante del día y empezar castigándonos sin desayuno, sin esperar siquiera a que nos portáramos mal era un mal comienzo.
Luego comprendimos que al hombre no le importaría si desayunábamos fuera del hotel y acepté la llave de la habitación a regañadientes. El botones nos esperaba con la maleta junto al ascensor dispuesto a subirnos a un cuarto piso; un hombre delgado y canoso, cuarentón, de facciones angulosas e imprecisas, ojos pequeños y hundidos que miraba todo como si fuera tan nuevo en la plaza como nosotros.
Incluso en el ascensor se respiraba un claro tufillo de modé, pese a las maderas nobles y espejos restaurados, las arañas de forja con abundante aparataje de cristalería y parte de las lámparas de bajo consumo a medio encender. Mientras subíamos, embarcados en el silencio embarazoso de los ascensores, eché en falta aquel timbre clásico en la recepción de los moteles de las películas norteamericanas y me vi llamando con él la atención del recepcionista remilgado. ¡Clin! ¡Sin desayuno!
Disgustado no es la palabra... MaríaJosé diría “chingaillo”, pero tampoco; a mi alcance estaba evitar que el contratiempo nos amargara aquella hora de la tarde y cuando el botones abrió la puerta y descorrió las costinas ¡zas!, otra sorpresa desagradable: el de abajo nos había endiñado camas separadas. Me preocupé: quizá con menos de un año de salir juntos ya damos la apariencia de esas parejas ahítas de aburrimiento que los fines de semana se van a un hotel para justificar, con dinero, que cada uno duerma lejos del otro. ¡Canalla! Es un decir porque la culpa, si es que la había, no era del conserje sino mía. Con la novedad y la emoción de la llegada olvidé solicitar una habitación con cama de matrimonio (sé que suele haberlas para clientes sibaritas del tálamo) y como en verdad soy un “cortaillo” me dio apuro bajar y pedir que nos cambiaran de habitación. Eso nos hizo pasar la noche separados por los refajos de los cubrecamas pero no impidió que hiciéramos manitas, como antaño en los cines.
Yo, que soy de natural lento, en los viajes me torno hiperactivo y me habría lanzado a la calle de inmediato pero MaríaJosé propuso reposar tranquilos durante un rato. Siempre es preferible sacar el jugo de los miércoles (si son Santos con más razón) y sentir el paso de las hora remansar su lentitud ociosa, su parábola circunstancial dejando un rastro de sensaciones fugaces en la caída de la tarde. Tirados sobre los lechos, las ropas flojas, entramos en una de esas conversaciones interminables que también son largos viajes, caminos hondos en los que las palabras, los recuerdos y las expectativas hablan de nosotros: de quien fuimos alguna vez, de quien somos, aquí y ahora, y de quien seremos (con suerte) si es que los años juntos nos hacen como ahora queremos.
Hacia el crepúsculo salimos y de nuevo aquella sensación de que en el establecimiento sólo estábamos nosotros. Al costado del hotel Octavio se alzaba la cristalera concerniente a la Estación de Autobuses y una señora del servicio de limpieza, metidita en carnes, pasaba al suelo encerado una bayeta industrial. Dentro se oían claxon de los vehículos que partían o llegaban, y en el hall las parejas se despedían apresuradas, contagiosas, como si con frecuencia fuera mejor irse, dejándolo todo a la espalda. Y al contrario, ruido de frenos y neumáticos y luego gente que salía con los ojos puestos en aquellos hogares donde la parienta y los niños esperan ilusionados. Con frecuencia vivir no es más que irse o volver; explorar lugares (a veces personas), superarse sin caer en la tentación de alejarse de uno mismo. Fuera Algeciras se desleía en un ambiente especial, muy parecido al visto en otras ciudades portuarias como Amberes, con sus cinco interminables kilómetros de muelles. En miniatura, Algeciras está pensada para ser una ciudad en tránsito, un punto medio entre ninguna parte y a medida que caminábamos los caserones tapiados, entre calle de San Bernardo y Juan de la Cierva, lucían ajados símbolos perecidos de mejores tiempos. En la avenida Virgen del Carmen (lo que podría ser el Paseo Marítimo) enlazamos la glorieta que da al fondo con los muelles donde se encuentra una gris, pequeña y anodina Estación Marítima. El Ferry, llamado “El Rápido”, salía al día siguiente a las nueve de la mañana y pensamos que madrugando lo suficiente podíamos ir caminando desde el hotel y estar a las ocho en el punto de embarque.
Con ánimo de curiosear entramos en el edificio donde las compañías abren sus ventanillas al público y, casualmente pudimos cambiar nuestro “paquete” de la Agencia por los pasajes de ida y vuelta. Nos pusimos muy contentos pues ese trámite realizado en la comodidad de una ventanilla vacía nos ahorraba pesadas aglomeraciones de última hora en el embarque mañanero. Fuera de la Estación anochecía y jóvenes algecireños con uniformes reflectantes dirigían el tráfico zigzagueante de los coches que desembarcaban. Dicen que esa es la hora bruja por excelencia (entre dos luces) cuando ya no es de día ni tampoco de noche y lo que es blanco no es blanco del todo y lo que será negro aún es gris. En medio de ese mundillo en tránsito morillos altos y delgados deambulaban desarraigados entre nuestro mundo y el suyo, conversaban de pie o dormitaban alcayatados en el suelo mientras hacían tiempo para dirigirse a sus destinos en Ceuta y Melilla.

Caminando volvimos al centro con animo de callejear un rato. A la espalda dejamos las avenidas principales que bordean el puerto y subimos por calle Morón hacia Ventura. Algunos comercios y bares estaban abiertos pero sin fluido eléctrico y junto a las puertas de la calle la gente hablaba en corrillos como si esperasen algo. En una esquina si y en otra también menudeaban los luminosos donde se ofertaba hostales de medio pelo, pensiones calvas o camas oscuras y solitarias donde alcanzar los sueños de un tirón y a un precio razonable. En una de esas bocacalles una “pilingui” salía de un garito y paseaba inquieta, arriba y abajo de la calle, a la busca y captura del cliente tempranero. A la altura de Joaquín Costa nos cruzamos con la procesión. Los dolores de San Juan. Un trono serio (custodiado por la Benemérita) pasó midiendo la calle de balcón a balcón con paso rítmico, tambores y banda de música. En el cruce no había el gentío de las procesiones malagueñas pero sí el suficiente como para hacer sentir el fervor religioso anclado al fondo de los sentimientos convertidos en fe o en costumbre. Juan y la Virgen de los Dolores, transidos por la preocupación, encaminaban sus pasos hacia el destino del hijo al que el Sanedrín ya había condenado.
Sobre las nueve, chispa más o menos, nos pusimos a buscar un sitio recoleto y a ser posible agradable para cenar. Con la noche cerrada todos los gatos son pardos y si la ciudad es además un laberinto ignoto se pueden interpretar como extraños sucesos corrientes. Por ejemplo: a medida que la procesión se alejaba de nosotros, la gente que había bajado a la calle para ver El Paso con sus vecinos, entraba con rapidez en las casas y atrancaba las puertas; los comercios y los pocos bares abiertos entornaban sus postigos y las aceras perdían esa luz de leve humanidad que tienen cuando son transitadas. De repente nos vimos solos en medio de la noche y olvidamos ipso facto en que El Nazareno sufría la mofa y el flagelo injusto en alguna parte del corazón del mundo. De improviso un silencio penitencial resollaba de un lado a otro de la bahía y fue como si el mar quisiera levantarse. Las calles pardas, con circulación o sin ella, sobresalían en el silencio y fue como si un gran desánimo deglutiera fosco los empedrados. Sin nada abierto por ninguna parte llegamos a pensar que esa noche tendríamos que irnos a la cama sin cenar y entonces sí adquiría sentido la aseveración del conserje: ¡sin desayuno!
Por suerte la cosa no fue tan grave, por fin encontramos una tasca con capacidad para ofrecernos una cena frugal aunque con una disposición nula de querer hacerlo por parte del propietario al que la pasión del Cristo tenía el ánimo apesadumbrado y constricto. De vuelta al hotel palpamos una ciudad fantasmal cuya existencia pende de los que, como nosotros, recalan con la intención de irse pronto. Algeciras existe en los mapas pero en la realidad es un ectoplasma, una ilusión que viene y va, que se materializa o desaparece con la gente que llega o se marcha. Afortunadamente las camas reales o ficticias del Hotel Octavio eran cómodas, no pasamos calor ni frío y dormimos de un tirón. Al pedir que nos despertaran sobre las siete de la mañana recordé aquel himno con el que la radio nos despertaba en mi infancia y que los críos de entonces poníamos letra como ésta: ¡Franco, Franco! ¡Tiene el culo blanco porque su mujeeer lo lava con Arieeel! En un hotel tan serio y con tantas estrellas digo yo que seguramente tienen un himno así para despertar al personal ultra. A nosotros, con nuestra pinta de currantillos, no se arriesgaron a ponerlo. A la hora en punto sonó el telefonillo y una voz de sueño dijo: ¡las siete! Aunque en mi cabeza sonó otra cosa: ¡sin desayuno!
El conserje de la mañana era otro pero pensamos que lo del desayuno no iba a colar así que nos fuimos a la cafetería de la Estación y no pedimos el desayuno inglés, superabundante (MaríaJosé y yo de ingleses tenemos poco menos que nada) sino el café con leche andaluz de toda la vida; ella incluyó tostadas con el óleo santo del olivo y yo, inapetente según acostumbro, un donut del que sólo comí el agujero. ¿O fue el agujero quien me comió a mi...? Dejemos eso para otro día.
A esas horas tempraneras Algeciras sólo parecía un camaleón traspuesto y aletargado. Hacia las ocho de la mañana se agitó y se puso a parir gente con las miras y la intención de trasponer a Tánger, ¡como nosotros! Cuando alrededor de los ocho llegamos a La Marítima el caos ya era considerable y la información disponible nula. Porque el caos en su raíz humana sólo es desinterés convertido en desinformación. En teoría los barcos amarrados a los muelles esperaban la hora de partir sobre un mar tranquilo, la temperatura era buena (aunque seguía sin sobrar la ropa) y todo el mundo hacía cola sin saber si sería la de su barco o la de cualquier otro. En nuestra ignorancia, y como si se tratara de una pista segura, buscamos la ventanilla de Nautas Al Maghreb pero todo rastro de la empresa había desaparecido durante la noche. ¿Temían el marrón? No. Seguían la puta costumbre de abandonar al pasaje a su suerte. El gentío desorientado enfilaba, como dirección única, el fondo de una sala de embarque donde convergían canalizaciones de acero inoxidable plantadas en el suelo para, en teoría ordenar el tráfico humano. Todos íbamos hacia un punto, al fondo, donde a modo de filtro había una sola empleada controlando los billetes de todas las naves que iban a partir y la barahúnda se arremolinaba con equipajes y enseres en aquel cuello de botella sin saber qué ocurriría una vez allí. El desorden era gigantesco pues algunos pasajes eran rechazados por la joven (vaya usted a saber por qué) y las personas con sus maletas debían desandar lo andado, cosa harto imposible pues el remolino de gente agolpada contra el embudo lo impedía. Por ese motivo se producían grandes protestas y el enfollonamiento lógico y necesario. No dábamos crédito a lo que veían nuestros ojos.¡Qué desastre! –decía MaríaJosé– para la que existen cantidad de sencillos sistemas, mecánicos o electrónicos, ideados para que cada viajero tomara con tranquilidad la dirección correcta.
Para mi la cuestión no estaba en el caos obvio sino en una serie de preguntas: ¿era todo aquello casual, puntual dadas las fechas? ¿Quién sacaba tajada del río revuelto? ¿Seguíamos en Europa o Algeciras ya no era una ciudad del sur de nuestra graciosa majestad sino el culo sucio del peor de los mundos? Empecé a sufrir lo que en argot de mi trabajo llamamos “El síndrome de los pelos del culo”. Ya saben: eso de ver venir la mierda y no poder apartarse. Para quien lo haya vivido resulta muy mosqueante, en serio. A media hora de que el Ferry se pusiera en marcha continuábamos estancados y lejos de la ventanilla donde la muchacha indecisa ante la avalancha y sin saber qué hacer con el ímpetu viajero intentaba comunicarse por un medio tan arcaico y rudimentario hoy como un Walkie del año de la Quika: “¿Me copias fulanito, –decía acercando los morritos al micro– me copias? Hay mucha gente, ¿qué hago?”
¿Hacer? ¡Nada! Lo único a nuestro alcance (como masa borreguil) era aquella ventanilla al fondo de un embudo donde mil o dos mil personas luchaban por abrirse paso hasta ella cuando menos para saber qué habría después de aquel punto sin retorno. En nuestros billetes había una categoría: “Butaca sirena” y yo pensé: ¡Tate!, éste es el truco del almendruco. Lo de la sirena estaba bien claro, así que de Tánger nada de nada. Nautas Al Maghreb era una estafa, digámoslo con todas las letras. En primer lugar porque como empresa carece de la estructura capaz de cambiar dinero de curso legar por un servicio satisfactorio y cuando en ese intercambio standard o normalizado el precio no guarda relación alguna con la calidad del servicio abonado, el cliente (que siempre tiene razón; una ley básica de toda relación comerciar equilibrada) sabe que le han dado gato por libre y que el empresario, no es un señor ni es un truhán (como dice Julito Iglesias), sino un vulgar raterillo aficionado a las ganancias del tocomocho.
Así es como nos sentíamos: ¡nos han engañado, a nuestra edad estafados como pardillos! Y de nuestras autoridades portuarias ni rastro, desaparecidas en combate (imaginé la batalla con las “pilinguis” de la tarde anterior). Ah y nuestra Benemérita guardando las procesiones, no fuera a ser que un costalero diera un traspié y estampase al santo. De repente, nuestra dignidad de europeos libres (conquistada a pulso de siglos) quedaba bajo la tiranía de una empresa trápala, Nautas Al Maghreb, que, en su voracidad rapiñadora, metía mano en nuestros bolsillos y nos convertía en ganado.
Como es fácil comprender el caos procedía de que los ladrones cogen el botín y salen de estampía y estábamos solos frente a una ventanilla donde una joven ignorante de lo que sucedía trataba en vano de comunicarse con un Walkie al que nadie respondía. Y mira, me dio pena esa niña perdida allí dentro preguntando: “¿Me copias, fulanito, me copias?” Cuando se hartó (MaríaJosé diría: se chingó) tiró el cacharro mudo a la papelera, apretó la boquita de piñón, cerró la garita y se fue a su casa como si no supiera, la pobre, que su casa había sido estafada por Nautas Al Maghreb y era otro sueño imposible.
Continúo: sin el tapón ciego de la neneta, puesta allí para joder, aquello desaguó pronto y todos corrimos hacia los barcos. Y la verdad aún no sé cómo ni por qué, es un misterio, acabamos en un finger largo que nos condujo a nuestro barco, de nombre JAUME I, bandera española y más viejo que sus muertos. Ya sé que es una queja al viento, pero ¿es que no existe una ITV para el control de las empresas trápalas? ¿Todo son “engrases”, chanchullos, “enjuagues” variopintos en nuestra bonita y encalada nacionalidad de holgazanes?
“Esto es lo que hay”, dijo un compañero de fatigas en la dura brega por llegar al JAUME I. Por cierto que si los catalanes se enteran de lo bajo que han caído entre Algeciras y Marruecos nos pegan con el Estatut en los morros de Chaves y nos mandan a la España cañí. “Esto es lo que hay”, decía el amigo del que no recuerdo su nombre o quizá ni nos lo dijimos con los nervios. Venía de Torremolinos y si no es porque hablaba un español y tenía un pasaporte como el nuestro habríamos dicho que era un moro total. También iba a Tánger pero su destino final era Marrakech donde tenía un hijo al que deseaba ver. Su experiencia en el trayecto, al que ya está habituado, nos fue de gran ayuda pues sabía que una vez en el barco había que sellar nuestro pasaporte para darnos entrada legal al Reino de Marruecos. Aconsejó dejar a MaríaJosé acomodada con el equipaje a mano en el primer piso donde pudimos encontrar tres butacas con sirena desaparecida y nos fuimos a la cola que ya se formaba para el control de la aduana.
Adonde fueres haz lo que vieres dice el refrán y con éste nuevo amigo me incorporé al río humano que atravesaba la cubierta de embarque hasta una nueva garita final donde un funcionario marroquí estampillaba los pasaportes y metía tu número en un ordenador portátil. Una tarea lenta y meticulosa que el hombre se tomaba con un interés entre necio e insensato, visto que habría en el buque unas seiscientas personas con necesidad de pasar por el empedrado de sus ojos. Mientras las horas pasaban (digo bien: las horas) Yo recordaba a Jorge Manrique: nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar que es el morir... al final, rendidos y entregados, es decir con el honor patrio y el pendón español zarrapastrado por los suelos acabamos en manos de aquel tipejo y de su exacerbado celo profesional.
Dos cosa me quedan por decir: la primera es que en plan pitorreo, recochineo, o como se le quiera llamar, el comandante, capitán o santo varón que mandara la nave enchufaba la megafonía de tanto en tanto y una meliflua voz femenina decía: “Señores viajeros, la compañía les desea buen viaje, no olviden pasar por el pendejo que sella los pasaportes y si alguien no se aclara que pida ayuda a la tripulación”. Naturalmente la tripulación no se dejó ver en todo el trayecto (a más de uno nos habría gustado cantarle las cuarenta) y salvo alguna camarerilla despistada y el becario encargado del timón, nadie responsable apareció por allí. Eso justifica por qué una travesía rápida, programada para una hora y cuarto, se convirtió en dos horas y media. Hasta que el becario encontró la Carta Marina Algeciras-Tánger nos tuvo navegando en círculos más de una hora.
La segunda cosa que puedo decir es que gracias al lumbrera que mandó poner la aduana marroquí en el propio barco, en suelo español (ya sabemos que los imbéciles abundan y mandan mucho en esta orilla y en la otra), pasé todo el viaje de pie disfrutando de nada, mejor dicho: de los juanetes que no tengo, de la próstata, que uno ya tiene edad de merecer y de aquella cola descomunal que ahora, considerada en frío, más que cola fue rabo, ¡tuve el badajo de un moro dos horas largas pegado a mi culo! (Ya se sabe, las apreturas, y algunos que se empalma con nada). Racionalmente podía haber disfrutado de la travesía sentado con mi sirenita al lado y en una buena conversación con el amigo de Torremolinos. Pero no, el jefecillo imbécil de turno, el capullín que no sabe estarse quieto e ignora que el mundo gira solo, tenía que poner el serrín de su cabecita a funcionar y ya sabemos que, cabeza vacía, taller del diablo.

En Tánger el desembarco no fue menos penoso. El mismo funcionario malaje que nos selló los pasaportes en el barco se puso a comprobar, en mitad de la pasarela, ypersona por persona, que todos lleváramos la estampilla y formó un embudo fenomenal. Imagino que los servicios de información de la policía de fronteras necesita justificar sus sueldos y en aras de lal necesidad montan unos cirios burocráticos impresionantes. Esperábamos a que el burócrata aliviase cuando recordé una frase leída unas noches atrás en un libro de viajes de Javier Reverte, Los caminos perdidos de África . La frase rezaba así: “En África, la paciencia no es una virtud sino una necesidad”. En mitad de la pasarela el tipo agarró los pasaportes, vió el sello y pasamos. Una flotilla de minibuses rotulados como “Flandria Bus” al mando de un moreno alto y cachazas, de nombre Jamal, nos recogió en tierra y nos llevó al centro de la ciudad. La buena noticia es que como Marruecos se sitúa en el huso horario de Greenwich y vive a la hora G.M.T., llegamos al hotel Solazul a las doce de la mañana, sólo tres horas después del horario previsto, ¡todo un record!
Al parecer la hospitalidad en Marruecos se expresa con la ceremonia del té, barata y simple pero no menos agradable, y nada más llegar al hotel nos reunieron en un salón decorado al uso propio y nos ofrecieron un generoso vaso de té que nos supo a gloria. Luego pasamos por el rito de inscripción, alguien nos dio una llave y un empleado nos llevó el equipaje a la habitación 426. Una vez aposentados (otra vez camas divorciadas) y la ropa en los armarios, bajamos a ver a Jamal, que disponía de un despacho improvisado el hall del hotel y por 750 dirham, unos 75 euros, nos apuntamos a todas las excursiones.

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