11.3.05

"Algo para contar" - 24/1/2005 - Felipe

Salgo poco de mi mismo. Como el poeta, voy de mi corazón a mis asuntos (Miguel Hernández). A veces esos asuntos están en las librerías donde paso algunas tardes de sábado rebuscando en la montaña de papel impreso, esos libros difíciles de encontrar. En ocasiones me siento... ¿cómo decirlo?, como un folio en blanco, estoy bien, no busco nada y sencillamente paseo por Málaga como matando el tiempo. Nunca es del todo así: voy con los ojos bien abiertos, poroso, codiciando que sea la ciudad quien me descubra o que sean las calles, los barrios solitarios o populosos quienes traigan hasta mi alguno de sus secretos. Otras veces, por lo general los domingos, madrugo, arranco el coche y me alargo sin más a unos de esos pueblos de la provincia que no están lejos. Voy deseoso de refrescar mi propio instinto pueblerino (también soy de pueblo), dispuesto a traerme llenos de belleza los cántaros del iris o en su defecto el maletero del coche en forma de sustancias elementales: agua serrana, pan de leña, aceite, vino, miel, laurel... Nunca me había pasado que en vez de ir a traer algo hiciera el viaje para dejarlo todo. Es algo para contar. Una experiencia nueva y también misteriosa. Llegué pronto así que el pueblo aún despertaba. Dejé el coche a las afueras y aquel aire de leña quemada, que tantos inviernos trae e mi memoria, avivó aquel entusiasmo ido a menos. En los pueblos andaluces lo primero que te encuentras con ganas de madrugar y darte la bienvenida son los bares. Dentro había más sueño que gente: un par de parroquianos acodados en la barra y una señora, con pinta de guiri, que sentada en una mesa junto a unas tragaperras tomaba sola un café con leche. Desde que entré aquella mujer no dejó de mirarme. Pensaba andar mucho y desayuné bien: mollete de jamón ibérico a la catalana. La mujer vino un par de veces a la barra a pedir algo y a mirarme con descaro. No me sentí molesto sino un poco aturdido. Al salir me siguió por una calle empinada y no bien doblamos una esquina me abordó: “Perdone, dijo decidida, soy inglesa y tengo un estudio de pintura muy cerca de aquí”. Su pronunciación era correcta aunque mantenía ese acento guiri característico. Larguirucha, un tanto huesuda los ojos hondos y analíticos, con toda probabilidad más allá de los cincuenta. Soy lento de reflejos y en ese momento con el mollete empezando a girar en el estómago no sabía muy bien qué significaba tener un estudio de pintura cerca de allí. Su rostro mostraba un conjunto armónico y en los labios, junto a la seguridad se enjugaba un no disimulado deseo. “Soy pintora, dijo ofreciendome una mano que yo estreché, su cara me interesa... tiene algo... me gusta y tengo mucho interés, si me lo permite, en hacer un estudio... rápido, sólo unos bocetos, no le entretendré mucho, ¿media hora? ¡Por favor! ¿Sí?” Soy sensible arte y el que un artista vea en mi rostro algo que ni yo mismo he visto nunca me llenaba de curiosidad. No sean morbosos, no tuve que desnudarme. ¡Afortunadamente! Pero la media hora se hizo un poco larga. Primero trabajó sobre papel y carboncillo. Sus trazos eran rápidos con fuerza. Luego empleó otras materias, cartulina, acuarela, pastel, témpera. Fuimos a comer al mismo bar de la mañana y por la tarde continuó. La vi tan entusiasmada, tan entregada a lo que hubiera visto en mi que la dejé hacer. En realidad apenas hablamos. Cuando nos despedimos era de noche y yo regresé a Málaga. Por el camino recordé una experiencia similar en Barcelona, hacía mucho tiempo. Paseaba por las Ramblas donde a esa hora de la noche pintores ambulantes montaban la parada y te hacían un dibujo por trescientas pelas. Quise probar y elegí a un tipo
extranjero que exhibía un modelo de Robert Redford, y éste sí estuvo trabajando como media hora. Cuando terminó guardó la cartulina en una carpeta y no quiso vendérmela, ni siquiera me la enseñó.” No, dijo, no la vendo”. Pero por qué, dije yo, es mía y el dijo: “No. Es arte, no está a su alcance”.
Un saludo y hasta el corazón de la semana que vien

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