14.3.05

"Una raya en el agua" - 27/2/05 - Felipe Gámez

Mis queridos oyentes: la inteligencia es un don escaso. Al hablar de “Homo Sapiens” no nos referimos a nadie en concreto; es un genérico que sin embargo no alude a la mayoría. Los que parecen inteligentes casi nunca lo son y los que no lo parecen quizá tampoco. Por eso cuando me topo con quienes tienen dos dedos de frente hago una raya en el agua. Conozco a dos de ellos, son amigos y estoy convencido que sapiens-sapiens. No se extrañen si les digo que son malagueños y una pareja entrañable. Con él comparto tardes de domingo de intensos precipicios filosóficos. Su sonrisa, de hondo calado enigmático, saca punta a las ideas más gastadas para que vuelen de nuevo con un pensamiento arriesgado y original. Disfruto cuando sigue de pronto los hilos de humo de una taza de té verde y acaba encontrándole sentido a términos enterrados en la semiótica donde, en un ejercicio que me recuerda a David Copperfield, encuentra enlaces radicales con la sapiencia universal. Con su compañera lo intelectual se hace materia sensible, vibración, un afecto que cala imperceptible y cuando te das cuenta sigues las alas de sus iris como si fueran las del Espíritu Santo. A su lado aprendí a sacar provecho al eslabón de oro que une unas horas con otras en las tardes desmayadas de los domingos, a saber que su desánimo suele ser engañoso, a seguir las pistas de las palabras perfectas, a entender el arabesco oculto en la filigrana andaluza, preciosista, tumultuosa, tan proclive a la lingüística como a la poesía. Ella cree que, a veces, el mejor poema se pierde por una palabra que no fue descubierta. Hacen sencillo cualquier cosa: la inteligencia es un concesionario natural para la felicidad humana. Por eso nada malo pasó cuando una tarde, llevado por mi vena amistosa, dije: estoy enamorado de tu mujer. “No espero menos de ti, dijo él. Tienes el mismo buen gusto que yo”. Deslumbrada, ella nos miró y vimos tal alegría alumbrando su rostro que soltamos una carcajada al unísono, y ella exclamó: ¡idiotas! A partir de esa tarde yo sentí que ella ponía en su amistad una nota que antes no era perceptible. A las tardes de algunos domingos se sumaron otras que tenían por objeto el análisis de sus poemas o de los míos. Él siempre andaba por allí, metido en sus cosas, enfrascado en sus libros y no mostró preocupación alguna. Por eso no me extrañó su llamada para invitarme, por San Valentín del año pasado, a una cena que llamó “íntima” en su piso de Plaza de la Constitución. Llegué sobre las nueve y él estaba en la cocina. Ella dijo: pasa se ha vuelto loco, está preparando una cena pantagruélica. Como siempre nos sentimos felices y a los postres llegaron las flores, un inmenso ramo de rosas de Interflora. Ella no daba crédito a sus ojos, no es el tipo que sucumbe a horteradas comerciales. Él dijo: “éste año es especial” “¿Especial?” preguntó ella atónita. “¿Por qué especial?” Él mostró aquella sonrisa enigmática y nos dispusimos a lo impensable. El ramo traía un sobre marfil que él abrió y dijo: yo lo leo. A continuación hizo un alarde teatral y nos rogó: “sentaos por favor”. Leyó y ahora no sabría transcribir sus palabras. En la nota nos felicitaba, creía haber asistido al nacimiento de un gran amor y aunque ello le causaba el dolor de ver concluido el suyo entendía que detener el corazón humano no conduce a nada mejor. Finalizaba con un ruego: “aceptad mi amistad, mi sincera y franca amistad”. Y nos fundió en un estremecido abrazo. Esto es absurdo, quise decir, pero no hizo falta, ella tomó la iniciativa y dijo: “quiero a Felipe igual que él me quiere. Mi amor en cambio, el hombre de mi vida, el ser que me fascina y enamora eres tú...” Les dejé camino del dormitorio, diciéndose... bueno ya saben... Un año después aún nos reímos. Fue un prodigio de la inteligencia y me sentía conmovido. Al salir era tarde, hacía frío y en una esquina de la plaza un Saxo convexo enamoraba a las palmeras.
Un saludo y hasta el corazón de la semana que viene.

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