13.3.05

"Una sonrisa por un centro de mesa" - 7/2/05

Guárdenme el secreto pero una floristería no es un sitio para estar triste... ni siquiera en invierno donde pocos compran, las flores escasean y las que pueden verse, con tiesto incluido, tienen algo de esfuerzo tardío e irremediable. Yo pasaba en dirección al centro, me detenía un minuto en el escaparate y al fondo, tras un mostradorcito beige estaba ella, sentada o de pie pero con la mirada remota, los labios apretados y el ceño de quien rumia penas sin cuento. Mis gastos fijos son de tres clases: libros, cine y plantas; por eso pasaba y sin darme cuenta, tras un vistazo al expositor reparaba en la dependienta y en su rostro embebido y triste. Si alguna vez me vio varado fuera de la tienda fue de ese modo en que miramos sin ver. Vivo observando cuanto me rodea y sin darme cuenta acabé inventariando los detalles de esa mujer desolada: como no sabría señalar una edad aproximada les diré que está en ese punto en el que las mujeres dejan de usar tintes oscuros y se van al rubio platino. Al ir o al volver me detenía y apuntaba mentalmente algún detalle. Por ese procedimiento concluí en que podría ser la dueña del establecimiento. Una mujer sencilla, cierto, pero digna, cuidada y agradable. Vestía elegante, maquillada y con labios y ojos pintados sin estridencias. Una señora de muy buen ver en un contraste continuo con aquella tristeza... Ya con los fríos de enero metidos en los costados una tarde me atreví a entrar. Sonó una campanita y ella volvió del infinito, quiso sonreír pero apenas consiguió compones una mueca exótica. Aconséjeme, le dije, quiero regalar algo a una señora que conozco poco. Anda así como un poco tristecilla y quisiera poner en su entono un detalle, algo bonito que le alce el ánimo. ¿Familiar?” Preguntó ella. No, no, dije yo. “¿Sufrió una desgracia... recientemente?” Comprendí que salía la especialista que lleva dentro y traté de colaborar. No lo sé cierto... la veo poco y siempre la encuentro... ¿cómo decirle?, fuera de sitio, ausente, desganada. “Una depresiva”. Dijo ella como si supiera bien de lo que hablaba. Yo dije, podría ser. Empezó mostrando macetas de flor invernal: “una amarilis, dijo, vistosa pero delicada, hay que estar por ella”. Yo hice un gesto y ella dijo, no. de ahí pasó a las clavelinas, “le llamamos clavel chino, dijo, son bonitas pero... no me convence”. Señaló el pascuero común y yo pregunté: a usted le gusta y ella dijo: “¡para nada!, tan pronto suba la temperatura se muere”. Me enseñó la Suegra Nuera, e hizo un gesto de asco; el asturium, diversos Potos y plantas para colgar. En cada caso yo le preguntaba, ¿qué tal? y ella decía, “no, tampoco”. Acabamos en la Tradescantia, “el Amor de hombre”, dijo. Por fin se le ocurrió un centro de mesa variado, natural con una composición a su gusto y yo dije ¡perfecto, sí, a su gusto! Me entendió o creyó que me fiaba de su experiencia y ciertamente le salió un centro precioso aunque un poco caro. Después de pagarlo dije: ahora voy al centro con unos amigos... puede que regrese tarde, si me da una tarjeta y veo que no llego a tiempo la llamo y le digo que me lo guarde hasta mañana. ¿Le parece bien? Estuvo de acuerdo y yo me marché. Olvidé el tema hasta la hora de cerrar, entonces la llamé: “¡El centro, sí!, dijo ella, quedó muy bien”. Bueno pues, no podré pasar, dije, se me hizo tarde. “No se preocupe, dijo ella, se lo guardo; mañana abro todo el día”. Verá, dije yo que había tenido tiempo de urdir una estrategia, salgo de viaje y no regresaré en quince días; hizo un centro de mesa con mucho gusto, muy bonito. Lo ha hecho como si fuera para usted así que se lo regalo, lléveselo a casa, no lo venda. ¿De cuerdo? Al decir sí su voz sonó armónica con un ligero acento emocionado. Esa noche volví a casa tarde y al pasar por el escaparate, de madrugada, no vi el centro. Tampoco he vuelto a entrar en la tienda y serán imaginaciones mías pero cada vez que me detengo ante el escaparate ella sonríe.
Un saludo y hasta el corazón de la semana que viene.

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