10.3.05

"Mecánica de matrices infinitas" - 3/1/2005 - Felipe

Los veranos son a veces probetas felices donde ensayamos esa sonrisa, esa palabra, ese gesto que llevamos aguantando desde que el frío cristalizó los labios, en una mueca, que si llegara al espejo, probablemente nos asustaría. Como ya lo he probado (y tampoco funciona) no voy a decir que un amor surgido en el otoño se inyecta directamente en vena y va del ojo implacable al corazón eterno. Pues no. Todos los románticos soñamos con eso: el atardecer, la niebla que llega del mar y ella que aparece viniendo despacio por una calle solitaria. La realidad, mucho más prosaica, ofrece otros modelos y como me apunto a todos la última vez me enamoré en primavera y reconozco que tuvo su mérito. Fue muy excitante porque se trató de una cita a ciegas y como es propio tuvo aquel punto inicial tan misterioso: mitad literario, mitad novelesco. No mentiría si dijera que produjo en mi el conocido efecto Red bull (que da alas, en este caso a la imaginación) ¡lo que me faltaba! La primavera, la sangre por las nubes y aquel abril tan húmedo y pegadizo como una canción de Sabina. Decidimos encontrarnos delante del Málaga Plaza. A ella porque le traía recuerdos laborales y a mi porque podía bajar dando un paseo desde casa. Su voz por teléfono me sonó agradable, el acento malagueño hasta las cachas, algunos giros verbales con ese punto irónico que nunca sabes si es inteligencia o pasotismo. Me agradó su risa, la franqueza nerviosa con la que uno ríe cuando no conoces de nada a la persona con la que hablas. Una semana después la llamé desde el hotel Kempinski, en Hamburgo, donde pasé unos días de trabajo. Tan sólo quería decirle que, esa tarde, dando un paseo por la bella ciudad alemana, me acordé de ella y, gracias a eso me dio el punto y le compré un foulard de seda en el tenderete de un joven iraní, especializado en sedas orientales. A ver Felipe, tío, ¿sabes qué hora es? Preguntó somnolienta. ¡Obviamente no! Ni sabía la hora ni me había preocupado del reloj desde que sobre la media tarde saliera del hotel. Me asombré: ¡eran pasadas las dos y media de la madrugada! Sí, dijo ella, éstas no son horas... ¿comprendes? Comprendía, sin embargo hay cosas que se deben decir en el momento de sentirlas, porque más tarde ya no están, han desaparecido, alguien se las ha fumado o sencillamente se las llevó el servicio municipal de recogida de basuras. En cambio si las cuentas, si las escribes las conquistas, permanecen, se quedan ahí y el hecho confirma luego que no fue una lucubración u otra empachera de letras. Éste, como todos los inviernos propician la nostalgia. Entre otras cosas porque la mueca ha salido del espejo y ya tuve tiempo de volver al principio. Lo explicaré una sola vez: cuando alguien llama a las dos de la madrugada (desde Hamburgo o desde la cabina de teléfono de la esquina) tan sólo quiere hablar de amor. ¿Vale? Los pañuelos de seda, los usos horarios, la oscuridad de la noche o el postre que tomamos para cenar no significan nada... o todo significa lo mismo. Para bien o para mal existe la añoranza, el deseo, el corazón que empuja la inquietud y la ilusión que lo tiñe todo con una iridiscencia inexplicable. De repente, algo tan simple como comprar un pañuelo de seda a la orilla de un lago alemán, a un muchacho con las manos amoratadas y los ojos universales, sólo se puede explicar haciendo esa llamada intempestiva o desarrollando cuanto sabemos sobre mecánica de matrices infinitas. Les pasa aciertas partículas cuyo fulgor cuántico dura una fracción inasible y al momento lineal de un electrón en el interior del átomo. Visto así quizá deba decir que se trata de algo habitual. Aquella llamada desde Hamburgo, en la inhóspita madrugada, se convirtió en un símbolo de la incomprensión, la primera piedra del edificio que no construiríamos. Cinco meses de relación apenas dieron para perder la magia y decirnos adiós correctamente.
Un saludo y hasta el corazón de la semana que viene.

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