13.3.05

"La noche más hermosa" - 31/01/05 - Felipe

Acepté porque previamente me había montado mi propia película y no sin haber tratado en vano de dale esquinazo. ¡Olvídalo chica, no me debes nada! Le dije. Era yo quien tenía una deuda contigo, la saldé escribiendo un relato en el que estabas incluida. Como oyente de Onda8 eres impagable y me siento afortunado por... No sirvió de nada darle coba, ni inquirir: ¿qué haremos en Lisboa? Tú, una mujer joven y hermosa y yo un cincuentón solitario... “¿Qué pasa?, dijo ella. ¿Qué temes? No quiero pensar que en ti todo sea literatura; sé que no es así. ¿Qué hay del aventurero que se entrevé en todo lo que escribes? El que vive y sueña a la vez, el que se entrega sin reservas, el que ama... tierna y ferozmente.” Aseguró conocer al tipo, incluso saber
que no dejaría plantada a una dama. Yo argüí: te equivocas bonita, cuando escribo, aunque lo parezca, nunca hablo de mi. Pero ella dijo burlona: “¡Mientes como un bellaco!” No me cupo otra opción que aceptar el reto y decir que haríamos juntos aquel viaje romántico a Lisboa que, recuerdo, ofreció gustosa, si escribía una historia con ella dentro. Para aceptar conocernos en aquel restaurante chiquito yo puse algunas condiciones, para el viaje ella puso una sola: “prométeme que de esta historia nadie saldrá herido.” No sé por que esas palabras me tranquilizaron. Tardamos algunas semanas en coincidir, mientras tanto puse a punto el guión de mi propia película: Su propuesta de viaje romántico no incluiría sexo, ¿cómo iba a ser? ¡Por Dios!, una treintañera y yo... no tenía sentido. Mi papel sería paternal; plan cicerone o algo así. Conozco bien la capital portuguesa, voy con frecuencia y puedo moverme por allí con cierta soltura. Me alojo siempre en un hotel chiquito, barato y medio escondido pero muy limpio y con un servicio cuya familiaridad linda con lo auténtico. La llevaría a degustar el mejor bacalao del mundo, en el sitio más inverosímil, luego oiríamos un fado genuino y pasearíamos después a la orilla del venturoso Tajo, mientras la conversación se haría interminable y la tarde declinaría sola hacia los precipicios de Sintra, como si se tratara de un sueño. Monté un guión perfecto para que pasara de todo y no pasara nada... Fue justo al contrario. Cuando nos vimos en Málaga, muy temprano, con ganas de llegar pronto a Lisboa, estaba hermosísima. Comprendí que no tenía que hacer nada para derrochar belleza. Hicimos el camino hablando de la pasta con la que están hechos los actores. Reconoció que no son gente corriente, capaces de asumir vidas simples o complejas con total naturalidad. Yo dije: quizá ahora interpretas un papel. “¿Cual?” Preguntó divertida. Yo expresé en voz alta lo que pensaba: Tú eres la Amantis Religiosa... yo el macho incauto. Se rió un buen rato, amargamente. Luego dijo: “En aquel relato fui el diablo, ¿recuerdas?, ¡ni te imaginas lo que me dolió! Hoy me conviertes en la Amantis... ¿Por qué eres tan duro conmigo?” Me desarmó. Quizá para cambiar mi actitud hizo lo posible por hacerme sentir bien a todo lo largo del día. La sentí tan feliz, tan segura, tan infantil a veces. Me cogía del brazo o me tomaba de la mano, conversaba y hacía mil confidencias mientras Lisboa se dejaba transitar con una dulzura muy propia de los lusitanos. De pronto empezó a llover y corrimos a comprar un paraguas que insistió fuera chiquito para ir bien amarraditos. Por unas largas escaleras de piedra subimos a la Rocha de Conde Óbidos, una elevación coronada por un cuidado jardín desde donde se ve el río y los muelles. Caía un agua menuilla, dulce. Bajo el paraguas, me miró a los ojos y dijo: “felicidades, lo haces todo tan sencillo”. No sé a que se refería, si en aquel encantamiento había algún mérito era suyo. Anocheciendo visitábamos el Monasterio de los Gerónimos, inolvidable como siempre. Lo increíble de los milagros es que ocurren (Chesterton). Te das cuenta que te han cambiado la vida después, cuando son un recuerdo y compruebas, agradecido, que eres mejor persona.
Un saludo y hasta el corazón de la semana que viene.

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