10.3.05

"La buena conciencia" - 20/12/2004 - Felipe

La buena conciencia
20 de diciembre de 2004
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Dicen que “la buena conciencia sirve de almohada” (John Ray). Me lo recuerda alguien del que he aprendido lecciones vitales impagables. No obstante se trata del ateo más lúcido y convencido que conozco, que no son pocos, en esta Málaga donde la apariencia oculta un fondo muy duro de nihilismo falaz. Le conocí hace tiempo regresando de Úbeda, en la provincia de Jaén. Estaba en la misma gasolinera donde yo repostaba y preguntó si podría traerle a Málaga. En aquel viaje se inició una leve amistad, cual pluma, y desde entonces acepta veme ¡una vez al año!, y siempre por Navidad. Lo hace porque no me considera un ateo consecuente (lo soy a mi manera) y piensa que de tarde en tarde necesito un baño de convicción. Hacia la mitad de diciembre me llama o lo llamo y quedamos en su casa o en la mía. Se considera un descreído, un heterodoxo y tiene asumido que la fe en los dioses o en la humanidad, para él son lo mismo, no es más que un modo de enmascarar un carácter débil y variable. No le sirve de mucho que proteste porque dice: ¡Ya vale, pareces una vieja que ha perdido sus dientes! La primera Navidad en que nos vimos yo estaba recién divorciado y él se mostró especialmente alegre. ¡Bienvenido a la libertad! Dijo. Tienes por delante un reto: descubrirte a ti mismo. No busques ni quieras hacer otra cosa: eso es lo primero. Entérate de quién es el tipo al que dan tu nombre. Como persona y sobre todo como escritor, necesitas ese conocimiento, saber que puedes afrontar la vida sin ayuda. Ya me entiendes (y me guiñó un ojo): sin Dios, sin hogar, sin amigos, sin mujer... en resumen, sin estorbos. Reconozco haberle hecho poco caso. Ese año le llamé varias veces pero no contestó ni me devolvió la llamada, cuando nos vimos, por las navidades del 2002, fue él quien vino a verme. Tenía buen aspecto, parecía jovial y mostró curiosidad por saber de mis progresos íntimos y esenciales. Hablamos sin cesar durante cuatro, quizá cinco horas, luego anocheció. Su alegría, su interés, el apoyo incondicional que mostró por mi experiencia vital me produjeron un sentimiento bienhechor que aún le agradezco. Al despedirse me dejó dos regalos. Uno moral: te encuentro muy bien, dijo estrechando mi mano tan fuerte que casi me hizo daño. El otro fue un obsequio intelectual. Estas navidades, dijo, relee a los sufíes y reflexiona sobre éste proverbio: “Sólo el ojo de agua puede ver el agua.” El año pasado superé las ganas de llamarlo y quedamos en Puerto de la Torre, en su casa, un domingo a las doce de la mañana. Apareció en bata, despeinado, con barba de semanas. Por el contrario, el orden y la pulcritud de la vivienda eran extremos. Sólo los libros se amontonaban por todas partes formando rimeros interminables o columnas asombrosas. Tras el examen escrutador de sus ojos, finalizado con la cucamona de una amplia sonrisa, dijo mientras nos estrechábamos las manos con fuerza: Te leo. ¡Un día tendrás el Premio Nobel de Literatura! Me reí por la sorna implícita en el recibimiento, y como vio que se me iban los ojos por los rincones llenos de volúmenes dijo: ya sabes, nuestras alas son las hojas de los libros. Pasó la mañana y comimos allí mismo. La tarde fue larga... corta, fructífera. Hablamos de un autor alemán, el Maestro Eckahart y él tomando la frase de un libro abierto leyó en alemán: “el ojo con el que veo a Dios es el mismo ojo con el que Dios me ve.” Por último
preguntó: ¿Qué aprendiste de la hermosa libertad? Y yo dije: que es otra cárcel. Me miró sorprendido, casi admirado. ¡Muy bien!, dijo, es una buena conciencia, fuiste un alumno aventajado... sólo que, no sé, algo no concuerda. Te veo a punto de caer en la dulce maraña femenina. Y yo dije: Puede ser. ¿Quieres adelantarte? A lo que él respondió: ¡No! Yo soy de los que no se casan con nadie.
Un saludo y hasta el lunes de la semana que viene.

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